viernes, 16 de agosto de 2019

EL SECRETER



   He leído los cuadernos de Cesárea. Revolviendo su pieza, el olor a humedad invadía las paredes, la mesa de luz, la cama y el ropero. Había una única ventana y entró la luz del sur con una brisa fría, afuera tanta neblina, que tapaba los árboles, la bomba y dos perros viejos y flacos, haciendo un caracol abrazado para darse calor. Un musgo rasante, crecía como enredadera, sobre todos los muebles.
   Sentía sus pasos subiendo las escaleras, con esa dificultad que hacía doler, porque sólo yo sabía el sufrimiento de Cesárea, cada vez que se le partía un hueso. Y murió así, usando una escalera muy alta, para limpiar una telaraña que llegaba al suelo.
   En vida la visitaba seguido, le llevaba placebos para el dolor de sus piernas, le cambiaba las vendas y la pobre apenas recordaba mi nombre. Me llamaba con el nombre de mi Madre. Mucho más chica que Cesárea, se llevaban veinte años o más, mi Abuelo se acordaba de anotarlas un año más tarde o cinco. En el medio del campo, no importaba.
   Dentro de su ropero, había un secreter, con una cerradura y ninguna llave, fui hasta la cocina y tomé un cuchillo de la mesada, me sentí en falta cuando lo hacía, pero le arranqué la cerradura entera. Encontré varias pilas de cartas atadas con nudos y flores de espliego. En ese lugar no había humedad, sólo a las florcitas retorcidas hacía tiempo. Cesárea mantenía relaciones epistolares que escribía con plumas y tinta violeta.
   El nombre del remitente era Felipe Oviedo y la dirección, el domicilio de su prima, la menor, cínica e histriónica. Con mi Madre no se hablaban desde chicas. La primer carta que leí decía: “Querida Cesárea, cuando nazca nuestra hija, la llamaremos María, que es el nombre de la pureza. Estaré contigo lo más que pueda y los gastos correrán de mi parte. A mi mujer, nunca le diré nada, es capaz de atravesar nuestra hija con una sevillana oxidada. No sabés cómo te amo y privarme de vos, me va matando de a poco. Te extraño, querida mía”.
   Me pareció una carta entrañable y me llenó de alegría que los amantes tuvieran una hija, producto de la pasión. Después leí la respuesta, mucho más austera y despojada que la anterior: “Querido Felipe mío, tengo que decirte que ya estoy al parir y quisiera tenerte a mi lado. Quiero que nazca en esta cama, testigo de nuestro amor. Lo digo sin culpa, porque mi hermana vive odiando a sus propias hijas, a mi Madre y a mi Padre, tal vez por equivocación, se casó contigo. De mí no te digo nada, porque vos ya lo sabés…”
   Siguieron las cartas para leer, me pareció un pecado enorme, meterme en un amor tan complicado, que ni ella, llegada la bebé, que se fue casi de inmediato, sin poder disfrutarla.
   Volví las cartas al secreter. Le arreglé la cerradura, dejé una historia detrás, que lloré como si fuera mía. Cuando llegué a la tranquera, era casi de madrugada, seguí adelante el camino para mi casa, donde yo tuve una hija que se llamaba Cesárea, eso otorgó fuerza a mi debilidad. Mañana será otro día y con suerte, un día diferente.

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