sábado, 24 de agosto de 2019

LA INVASIÓN DE LAS PALABRAS



   He leído los cuadernos de Cesárea.
   En horas no adecuadas, no comía, no almorzaba, me buscaban, pero me diluía. Iba a dormir con una candela encendida toda la noche.
   Desde que encontré los cuadernos de Cesárea, en el fondo de un sillón, molesto por lo rígido, nadie lo usaba. Semi oculto en un cortinado empolvado. Cuando los descubrí, pensé que había encontrado los secretos de la vida. No los de Cesárea, los míos. Era ella la que escribía y yo le contestaba con palabras pobres, gastadas, imitando poetas olvidados. Cesárea resucitaba en mis cartas. Buen susto me llevé cuando vi su perfil dibujado en un cuaderno de Cesárea. Cuando escribí mi siguiente página, le devolví mi perfil casi idéntico al suyo, pero yo llevaba peluca de hombre.
   Escribió que de niña, trabajó de esclava en mi casa, cuando se iban los hombres, que algún aprecio le tenían, le daban unas sandungas, porque en su cuerpo moraba el diablo, que era capaz de matar a todos juntos, o si no, de a poco a todos.
   —No es posible que creas en semejantes falacias, sos un buen chico, inteligente. ¿Por qué, Guillón haríamos eso?, si Cesárea era la alegría de nuestra casa, la dejó su propia Madre, que se fue con un hombre que no quería tener un hijo y encima mujer.
   Cesárea inventaba cosas ensoñadas y absurdas, consultado el mejor Galeno de la comarca, sugirió aquel regalo, un cuaderno con un lápiz, para escribir lo que le diera en gana inventar.
   Los cuadernos de Cesárea, numéricamente, crecían con su edad.
   En una última carta le preguntó a Guillón, si no quería acompañarla, en ese trayecto, que presintió como final. Guillón le contestó que la seguiría hasta que ella quisiera, y él se atreviese.
   Él bordeaba el río por las mañanas, su cabeza repleta de Cesárea, podía descansar, desayunar con su Madre, que siempre respetó sus ausencias.
   Un atardecer, de ver cosas que no existen, la vio a Cesárea caminar por el río y con el cuerpo agotado, sentarse en una tumba cualquiera.
   Guillón le tuvo miedo a la imagen, la propia Cesárea era él arrastrando un bolso imprudente, hasta donde divisó a la mujer. En cuanto él se apuraba, Cesárea se iba en neblinas sedosas, que tapaban de a poco su imagen. Guillón se sentó en el mismo lugar que Cesárea, abrió el bolso esperando los cuadernos de Cesárea, pero en realidad, allí no había nada. De pronto Guillón sintió un gran alivio. Mañana será otro día y con suerte, un día diferente.  

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