He leído los
cuadernos de Cesárea.
En horas no
adecuadas, no comía, no almorzaba, me buscaban, pero me diluía. Iba a dormir
con una candela encendida toda la noche.
Desde que
encontré los cuadernos de Cesárea, en el fondo de un sillón, molesto por lo
rígido, nadie lo usaba. Semi oculto en un cortinado empolvado. Cuando los
descubrí, pensé que había encontrado los secretos de la vida. No los de
Cesárea, los míos. Era ella la que escribía y yo le contestaba con palabras
pobres, gastadas, imitando poetas olvidados. Cesárea resucitaba en mis cartas.
Buen susto me llevé cuando vi su perfil dibujado en un cuaderno de Cesárea.
Cuando escribí mi siguiente página, le devolví mi perfil casi idéntico al suyo,
pero yo llevaba peluca de hombre.
Escribió que de
niña, trabajó de esclava en mi casa, cuando se iban los hombres, que algún
aprecio le tenían, le daban unas sandungas, porque en su cuerpo moraba el
diablo, que era capaz de matar a todos juntos, o si no, de a poco a todos.
—No es posible
que creas en semejantes falacias, sos un buen chico, inteligente. ¿Por qué, Guillón
haríamos eso?, si Cesárea era la alegría de nuestra casa, la dejó su propia
Madre, que se fue con un hombre que no quería tener un hijo y encima mujer.
Cesárea
inventaba cosas ensoñadas y absurdas, consultado el mejor Galeno de la comarca,
sugirió aquel regalo, un cuaderno con un lápiz, para escribir lo que le diera
en gana inventar.
Los cuadernos de
Cesárea, numéricamente, crecían con su edad.
En una última
carta le preguntó a Guillón, si no quería acompañarla, en ese trayecto, que
presintió como final. Guillón le contestó que la seguiría hasta que ella
quisiera, y él se atreviese.
Él bordeaba el
río por las mañanas, su cabeza repleta de Cesárea, podía descansar, desayunar
con su Madre, que siempre respetó sus ausencias.
Un atardecer, de
ver cosas que no existen, la vio a Cesárea caminar por el río y con el cuerpo agotado,
sentarse en una tumba cualquiera.
Guillón le tuvo
miedo a la imagen, la propia Cesárea era él arrastrando un bolso imprudente,
hasta donde divisó a la mujer. En cuanto él se apuraba, Cesárea se iba en
neblinas sedosas, que tapaban de a poco su imagen. Guillón se sentó en el mismo
lugar que Cesárea, abrió el bolso esperando los cuadernos de Cesárea, pero en
realidad, allí no había nada. De pronto Guillón sintió un gran alivio. Mañana
será otro día y con suerte, un día diferente.

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