—Si me das tus
documentos yo los voy a guardar, están más seguros conmigo. Cuando te ven piel oscura
con cara de boliviana, el dinero que le mandás a tu familia, lo pueden robar,
dejá mejor que yo te lo deposite. Amparo, cuanto más hagas, más dinero recibirás.
Días libres no podrás tener, voy a necesitarte todos los días. Acá el trajín no
tiene principio ni fin. Debes estar atenta con mis hijos, cuando te vean les va
a dar ganas de abusar y Uds, que no saben decir que no, permitirán lo que sea.
Por favor, Amparito, no lo hagas aunque te rueguen, les podés transmitir
enfermedades que seguro portás de Bolivia.
Me mira con cara
de perro faldero, la sumisión es algo que no me gusta, pero si es bueno para
hacer lo que mande.
—¿Cómo le tengo
que llamar? ¿Sra Silvia, o con lo de Silvia está bien? ¿Hago sonar la campanita
que me dio?
Es muy chica,
Amparo, pero así era mejor me dijeron, para amaestrarla y que no se vaya en un
descuido.
—Si no hay
visitas me llamás Sra Silvia y si las hubiere, toco la campanita y venís
enseguida. Yo te doy un uniforme, que debe permanecer siempre planchado y
limpio, unas zapatillas blancas y te me hacés un rodete bien tirante, como una
hindú en miniatura y no como una chinita que me regaló no sé quién.
Esa noche tuve
miedo, pasó el hijo más chico y casi da un paso hacia adentro. Le cerré la
puerta con doble llave. Llegó el Señorito y golpeó en mi puerta: —Ya sé que
estás despierta, no te preocupés, no necesito de tus servicios, siempre dudé de
los bolitas y su higiene personal.
A las cinco
llegó el Señor y abrió la puerta con llaves que él tenía.
—¿Así que vos
sos la nueva? Cerrá los ojos y no mires, para mí sos como un retrete, me dan
ganas y hago uso.
Le rogué a Dios
no sentir nada, pero me dolió y contuve el grito. Por suerte tenía algodón y al
día siguiente lo metí entre la leña, encendí antes que nadie se levantara.
Hacía toda la
tarea que el día entero me llevaba, eran tres pisos, siete dormitorios, cuatro
baños y el comedor. Yo creo que mi pueblito entero cabría en esta casa. Cuando
me sentaba un minuto para tomar un poco de aire, se sentía el ring de la Sra
Silvia, pidiendo un té con tetera, llegó su mejor amiga, la Srta Victoria. Yo
no quería escuchar, por educación, pero ellas hablaban alto.
—Mirá, Silvia,
me enteré por Nené, después por Pola y más tarde por Chichita, tu marido y tu
hijo, el mayor, son amantes transitorios de todas ellas y sus Sirvientas. Yo te
advertí que no era hombre de fiar, desde antes del casamiento.
Escuché el llanto de la Sra Silvia, me pareció
medio hipócrita, porque desde que estoy aquí duermen en piezas separadas y ni
palabra se cruzan.
—Mañana mismo lo
echo, Victoria, debo salvar el nombre de esta familia.
El Señor se fue
ese mismo día. La Señora lloraba y lloraba y cada tanto decía: —Los chicos se
fueron a Buenos Aires y vivo acá yo solita, con Amparo que será una pobre
chica, pero además de hacer todo me acompaña y me cepilla el pelo, elogia mi
entereza y me prepara diez pañuelos blancos por día, para que llore lo que yo
quiera.
—Sra Silvia, si
me da usted un tiempecito, le voy a decir lo que me pasa.
La mujer asintió
con una sonrisa.
—Estoy en estado
interesante, Ud no lo notó porque su llanto no le permitió ver más que los
abandonos, pero en dos meses, Señora Silvia, será Abuela, lo que llevo en mi
panza es su nieto. Hijo del Señorito, que un día se confundió pensando que era
su novia.
La mujer de
inmediato le dijo: —Te lo compro, Amparito, diremos que yo soy la madre, le mando
dinero a los tuyos para que compren una casa y lo que se les ocurra.
Amparito se tomó
de la panza. —Pero Sra Silvia, es lo único que es mío y ya lo amo como si
hubiera nacido.
La Sra Silvia le
dijo que si no le daba aquel niño, ella se suicidaba. Amparito la abrazó y le
dio permiso para decirles a su gente y a todas sus amigas, que era la madre de
ese bebé.
—Le pido Señora,
que me deje darle la teta y dormir en una cuna, que si usted lo permite, estará
en medio de nuestras camas.
Por primera vez
la Señora Silvia, dejó de llorar y durmió como si fuera una almohada, sobre la
panza de Amparo. Tal vez fue la providencia, el bebé salió blanquito y con
ojitos celestes y el pelo era rojo como el sol del amanecer.

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