Estaban
recostadas en tres árboles, rodeadas de anémonas y marimonias. Yo miré a la
primera, el movimiento de sus brazos, las manos que parecían danzar, seguro
conversaban de alguna cosa que los vientos no me dejaban enterar. Se llevaba
las voces justo cuando las tres tenían cara de primavera. Después de un rato me
di cuenta, que la tercera me miró, yo silbaba despacio, para atraer unos
carpinteros, hijos de otros pajaritos, que de antes me conocían. Hasta había
uno sentado en la punta de mi zapato.
Yo seguía mirando la primera, con discreción
bien sumada. La tercera no podía dejar de apoyar su mirada, desde mis ojos
hasta los pies. La segunda no se dio cuenta que estaba a tres metros de ellas.
Sacó un cigarrillo armado y vino a pedir fuego. Intentó prenderlo, pero no pudo,
entonces me encargué yo, di tres pitadas seguras, tosí hasta doblarme en dos y
lágrimas me salieron, del efecto de aquel tabaco tan fuerte.
—Éste es un
join, regalo de mi hermano. Me dijo: “La primavera, no es primavera si entre
las tres no fuman este join. Verán las marimonias y las anémonas, restellantes,
con promesas para las tres”.
Lo hizo tan
gordo que alcanzó hasta el vecino próximo y sacó a bailar con la música de los
pájaros, a la primera, encantada, a la segunda que con vergüenza, bailaba de
lejos y en cuanto a la tercera, se lo avanzó en menos que lo que canta un gallo.
Se abrazaron detrás de un seto y las amigas les miraban los pies de ella hacia
afuera y los de él inquietos, adentro.

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