Era su
costumbre, tomar café en el Plaza, desde allí miraba los árboles. Ya iba por
los 85 años, los amigos que lo acompañaban, se fueron muriendo de a poco.
Fausto iba por su café con un sólo amigo, Yoryi.
—Tengo que ir a
mi casa. Esta mañana me desperté, con muchas ganas de acostarme a dormir. Me
salvé de mi Suegra que es un ser molesto y egoísta.
—Pero, si tu
Suegra se murió hace diez años.
-Dijo Fausto-.
—Ah, tenés
razón, no me acordaba que había muerto. Vos sabés la excelente noticia que me
das. ¿Y no sabés de qué murió? Tengo que darle el pésame a mi Mujer, es lo
menos.
Fausto se sintió
solo sin Yoryi. No quiso llamarlo, le dio miedo que hubiera muerto. Era
demasiado para un corazón enfermo.
Siguió con su
café y la muchachada se sentaba con él. Ellos le hablaban y él no contestaba,
por no tener incorporado el lenguaje de los jóvenes.
Se solazaba
mirando los árboles de enfrente.
—La naturaleza,
la mudanza de las hojas en otoño y el regreso en primavera.-Se dijo a sí
mismo-.
Su casa quedaba
a una media hora y él hacía el camino subiendo y bajando. Miraba todo, conocía
los nombres de los árboles y también de los perros. Les acariciaba los hocicos,
se ponían panza arriba para que les hiciera cosquillas en la barriga. Cuando llegó,
un dolor intenso se apoyó en su pecho, por primera vez imaginó la pata de un
elefante, sobre su corazón.

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