Mientras me
vestía, no sabía que lo vería por última vez. Parecía decir: “Cuántas
celulitis, mirá cómo se te mueve”, pero no lo dijo. Se puso a reír, la
despedida era tácita, sentí todo su desprecio y me fui.
Tenía una
depresión llorada, no me convencía y lo llamaba a su celular apagado. No podía
dormir. Porque me dejó así, si yo lo quería, hasta el día de hoy lo sigo
queriendo.
Él me hacía el
amor una vez por mes, lo hacía todo tan bien, no importaban las distancias.
Hasta que alguien perverso, me dijo: —Va diariamente a la casa de una mujer,
que tiene un hijo de catorce años.
La depresión
aumentó su volumen, no quise vivir en la misma Ciudad que él. Me mudé a Buenos
Aires.
Lo crucé en el
Jardín Botánico, iba con esa mujer, ése era mi amante, no el de ella. Eso lo
imaginaba. Sí, me dio gajos nuevos desconocidos. Después se metió en un
invernadero, de vidrios rotos, donde encontró claveles del aire, un manojo
importante. Tiró los gajos, los claveles y arreglate para llevarlos. Desde que
lo conocí su ropa era la misma, jogging gris y zapatillas de correr. Un hombre
pequeño, vulgar, cursi, e ignorante. Para mí era lo de menos, extrañaba su cuerpo,
su manera de acariciar.
Regresé a mi
Psicólogo, Salvador. Hice un breve relato.
—Estás anémica,
puro hueso, tenés que comer y tratar de olvidar. Por lo que me contás, el chico
es psicópata.
Casi no le digo
nada. —¿Sabés que lo que más le complacía, era atarme a la cama?
—Sos una buena
chica, generosa y sensible. No lo llores más, vos lo perdiste a él, pero él te
perdió a vos.
—Salvador, en mi
caso dio positivo, gracias igual.

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