Fueron cinco los
que viajaron con él y le decían: —Acelerá, porque a tu ritmo llegaríamos más
rápido a pie.
J.R. dijo: —Me muero
de ganas de hacer pis y también de lo otro, paro acá, si abren la puerta
trasera y la delantera, me cubrirán mientras hago y evitarán que las luces me
iluminen.
Los colegas
arrancaron y lo dejaron al borde de la ruta, con los calzoncillos por las
rodillas, cada auto que pasaba le iluminaba el culo. Se detuvo un auto
policial. No tuvo otra, que tarjetear que era Juez en Olavarría. Lo llevaron
hasta su casa y cuando se retiraba, uno asomó la cabeza y le preguntó: —¿Es
cierto lo que dicen: “hacete amigo del Juez y no le des de qué quejarse”?
Buenas noches, Doctor.
Al día
siguiente, el Juez J.R., convocó a sus colegas a una reunión.
—No les voy a
permitir que se burlen de mí y me usen como chivo expiatorio.
—A pesar del mal
momento, le pido, en nombre de todos, que acepte nuestras disculpas y si es
así, ¿podrá usted llevarnos a La Plata como siempre?
J.R. les contestó:
—No tengo por qué. Prefiero viajar solo.
Llovía a
cántaros y J.R. pinchó una goma. Se dispuso a cambiarla, mientras la lluvia
seguía lloviendo. Puso la cabeza de costado, por la pérdida de los tornillos.
Los encontró en medio del barro y concluyó su trabajo. Subió al auto con los
oídos llenos de agua. Volteó la cabeza de un lado al otro, para que se destaparan.
Viajó sordo
hasta su casa y pidió turno urgente, con su Otorrinolaringólogo. El Médico le
informó que el agua le había perforado los tímpanos.
J.R. siguió
viajando a Olavarría y continuó su tarea de Juez, sordo, como la mayoría de los
Jueces. Sus colegas lo saludaban y él nunca les respondió. Renunció a su
trabajo y vendió el auto con veinticinco abolladuras.
Contrató un Acompañante Terapéutico, para
que viviera con él. Le enseñó a leer los labios y se encargó de la instalación
de luces rojas en la puerta y en el teléfono.
Cada vez que
miraba las gomas de los autos, se llenaba de odio. Tenía lástima de sí mismo,
por no saber perdonar.

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