Me perseguían,
no tenía más lugares donde esconderme. Había una casa con galería, la Mujer me llamaba:
—Acá tengo un refugio donde no lo podrán encontrar.
Me hizo pasar a
un comedor ni chico ni grande, después no miré más. La Mujer puso sobre mi
cuerpo, una enorme pollera larga, con miriñaque.
Era el tiempo de
Rosas.
Escuchaba los
cascos de la mazorca, dos de ellos golpearon las puertas de Doña Encarnación,
le preguntaron si había visto al reo. Ella se mantuvo inamovible: —A esta casa
no es costumbre que entre nadie y mucho menos un reo.
Había uno con
cara desagradable, pidió revisar la casa. Entró e inspeccionó todos los
aposentos, no encontró nada.
—Estimada y
siempre bien ponderada, gracias por permitirnos realizar nuestra tarea. Fueron
órdenes de su hijo, el General.
Se retiraron
como llegaron, galopando como bastardos, acostumbrados a matar.
Doña Encarnación
escuchó una voz bajo sus polleras: —Señora déjeme salir, el olor de este
encierro, es ofensivo.
—Es de mi agrado
tenerlo entre mis piernas. Tuve un Marido, que deseo que arda en el Infierno.
Él nunca se tomó este trabajo, ni frente a mi desnudez. Si usted fuera tan
amable, de pasar su lengua, hasta suprimir este olor, le prometo la
compensación, de entregarle mis dotes de amante.
El reo aceptó y
comenzó de inmediato. Ella se sintió tan complacida, que mugió como una vaca.
El reo le tomó el gustito a la ceremonia. Doña Encarnación, era una reina en
las lides del amor.

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