Para mi Madre,
era un ser indiferente, no me daba ninguna importancia, daba frío. Siempre tuve
frío. Por suerte estaba mi Padre, un Dibujante excepcional, que trabajaba
demasiado, para abastecer los deseos absurdos de Mamá. Aun en inviernos
despiadados, Mamá prohibía la calefacción. —Me seca el cutis y engrasa el
pelo.-Decía-.
Papá me
compensaba con un amor permanente. Cuando estaba en casa, me cubría con cuatro
frazadas, bien, bien apretadas. Sacaba mis brazos afuera y me ponía guantes
azules de lana de conejo. Antes de irse me besaba la frente varias veces.
Siempre dormí con esos guantes, parecían crecer conmigo.
Ellos se divorciaron,
fue un gusto para mí, pero un secreto que quedó conmigo. En lo único que
coincidimos, fue en la decisión de Mamá. Me dejó con mi Padre. Fue mi primer
Profesor de Dibujo, que me permitía trabajar con los guantes. Mamá se fue a
vivir tan lejos como pudo. Nunca pregunté por ella. Él me decía que debía
perdonar. Fui a estudiar a La Plata y llevé mis guantes puestos. Pasó un tiempo
y no tuve más remedio, que dejar los guantes.
Eran
imprescindibles mis manos desnudas, para lavar, ducharme y bañar a mi querido
bebé. Cuando me casé me puse un solo guante, que escondí bajo el ramillete
acostumbrado.
Ahora que estoy
sola, porque Papi decidió conocer el cielo, antes de dormir, me pongo los
guantes. Fueron y seguirán siendo, el calor que me brindaban el recuerdo, de
aquel hombre maravilloso, que señaló el camino, para encontrarme a mí misma.
Y aquí estoy,
dibujando su retrato, con los guantes puestos.

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