Teníamos que
salir para hacer las compras en el Super, en la Verdu, en la Farma. Desde que
estamos juntos, nuestra relación simbiótica hacía que lo acompañara, hasta la
esquina y demás lugares. Aquel día le dije, no. Necesitaba estar sola, para
saber cómo era estar conmigo misma. Usé el celular para señalarle las cosas que
necesitábamos.
—¿Por qué no me
acompañaste?
—Para
despegarnos un poco.
Ese tiempo lo
usé para llorarme todo. A él no le gustaban mis lágrimas, decía que llorar no
servía para nada. Ni para visitar a los amigos, que huían de mi depresión.
Pensaban que los contagiaba. Yo a todo “solo” que encontraba, trataba de
enseñarle los beneficios de vivir. Mentía, para mí, vivir era una desgracia. No
heredé los genes del Tío Francisco, que sembraba zapallos y sentado en la
galería, miraba cómo crecían, agradeciendo a dios, aunque era ateo: —Soy un
hombre feliz y me gustaría que vos también lo fueras.
Me invitaron a
pasar unos días en su casa. Ya estaba separada de mi Marido. Fueron a buscarme
en su viejo Sulquy. El Tío Francisco y su Esposa Juanita.
—Es una suerte
para nosotros, que vengas a nuestra casa.
—Pero Tío, esta
no es una casa, es un rancho.
—Lo hicimos con
nuestras propias manos, de adobe y con una letrina, a veinte metros de la casa.
Cuando tengas ganas de obrar, vas allí.
En mitad de la
noche, fui y les grité: —¡No hay papel higiénico!
Apareció la Tía
Juanita: —Aquí no usamos esas cosas, fíjate, a la derecha, que hay un gancho
con marlos, es mucho más sano y efectivo.
Ayer se los
patenté, ellos lo merecen.

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