domingo, 16 de agosto de 2020

SULQUY

 

   Teníamos que salir para hacer las compras en el Super, en la Verdu, en la Farma. Desde que estamos juntos, nuestra relación simbiótica hacía que lo acompañara, hasta la esquina y demás lugares. Aquel día le dije, no. Necesitaba estar sola, para saber cómo era estar conmigo misma. Usé el celular para señalarle las cosas que necesitábamos.

   —¿Por qué no me acompañaste?

   —Para despegarnos un poco.

   Ese tiempo lo usé para llorarme todo. A él no le gustaban mis lágrimas, decía que llorar no servía para nada. Ni para visitar a los amigos, que huían de mi depresión. Pensaban que los contagiaba. Yo a todo “solo” que encontraba, trataba de enseñarle los beneficios de vivir. Mentía, para mí, vivir era una desgracia. No heredé los genes del Tío Francisco, que sembraba zapallos y sentado en la galería, miraba cómo crecían, agradeciendo a dios, aunque era ateo: —Soy un hombre feliz y me gustaría que vos también lo fueras.

   Me invitaron a pasar unos días en su casa. Ya estaba separada de mi Marido. Fueron a buscarme en su viejo Sulquy. El Tío Francisco y su Esposa Juanita.

   —Es una suerte para nosotros, que vengas a nuestra casa.

   —Pero Tío, esta no es una casa, es un rancho.

   —Lo hicimos con nuestras propias manos, de adobe y con una letrina, a veinte metros de la casa. Cuando tengas ganas de obrar, vas allí.

   En mitad de la noche, fui y les grité: —¡No hay papel higiénico!

   Apareció la Tía Juanita: —Aquí no usamos esas cosas, fíjate, a la derecha, que hay un gancho con marlos, es mucho más sano y efectivo.

   Ayer se los patenté, ellos lo merecen.

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