El Director del
Zoológico tenía su vivienda dentro del lugar. A cinco hijos buenos y traviesos,
les estaba prohibido salir del predio. El único permitido era asistir al
Colegio. En la jaula de los leones nacieron cuatro.
El más chico de
los hijos del Director, se robó una leoncita y la llevó a su casa. Lo
descubrieron tarde. Él aseguraba que apareció por sorpresa. Era del tamaño de
un gato grande. Se ganó el afecto de todos, lo alimentaba el menor. Dormían
juntos y se revolcaban en el jardín que rodeaba la casa. Llegó a domesticarla,
lo seguía a todas partes, era su amigo preferido.
Cuando creció y
el niño empezó el Colegio, la leona sufría su ausencia. Él la abrazaba antes de
partir. Para ella no fue suficiente, escapó del Zoológico y buscó su olor en el
aire. Llegó al centro de la Ciudad y las personas huían a los gritos.
La imaginaban
salvaje, mientras ella caminaba con su cabeza erguida con orgullo. Llamaron a
los Bomberos, le tiraron una red y la devolvieron al Zoológico.
Al Padre lo consideraron
responsable de aquel episodio. Le dieron la cesantía. Se mudaron a una casa
común. Cuando llegó el camión de mudanzas, el niño escondió la leona en una
cajón cerrado y precintado.
El Padre
desayunaba y la leona pedía que le hicieran cariñitos. El Padre la miró y dijo:
—Linda gatita, vení, sentate en mi falda, por tu peso parecés una leoncita. Me
gusta tu olor, me recuerda el lugar donde me echaron.
Llegó el niño
con el corazón latiendo fuerte y dijo: —¿Viste Papá, cómo se parece a la pobre
leona? Quedate tranquilo, es una gata grande, que tiene un gran parecido con mi
leoncita.

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