domingo, 2 de agosto de 2020

EL PENTÁGONO


   Recibimos una herencia, decía que podíamos ocupar la casa donde vivió nuestro Tío Abuelo. Había un testamento dejándonos esa propiedad. Quedaba lejos, pero nos mudamos. Tenía forma de iglesia pentagonal.
   —Nuestro Tío era muy católico.
   Decidimos darle una vuelta antes de entrar. Las ventanas daban a un jardín florido y descuidado. Encontramos la puerta principal y ocupamos la casa. No tenía electricidad, ni gas, ni agua. Cuando anocheció, pensamos buscar una persona que realizara las conexiones. Caminamos cuatro metros y había electricidad, todas las ventanas estaban iluminadas. Optamos por regresar a la casa. Ni bien retrocedimos dos metros, todas las luces se apagaron.
   —Volvamos a nuestra casa, total mañana viene el tipo que solucionará estos inconvenientes.
   Entramos y nos tiramos a dormir. Había sonidos extraños y pasos de alguien que se arrastraba. Nos despertaron, usamos nuestras linternas y buscamos en todo lugar, no encontramos nada, ni en la cúpula. Volvimos a nuestras camas y nos tapamos los oídos y la cabeza.
   El sol de la mañana nos despertó y el ruido de la aldaba. Era el Señor que solucionaría los problemas. Trabajó casi doce horas. Cuando terminó: —Usted dirá cuánto le debemos.
   El Señor dijo: —Se los cambio por una comida caliente. Yo hacía el jardín en esta casa y jugaba al ajedrez con vuestro Tío Abuelo, nos divertíamos mucho. Era un hombre exótico que los quería, sin conocerlos.
   Prendimos todas las luces, cocinamos con gas y encendimos las estufas. Cuando el buen hombre partió, nos dio miedo quedar solos. Entramos a la cocina y alguien se había encargado de la limpieza.
   —Bueno, hermano, este es el primer paso, que si de fantasmas se trata, es seguro que son buenos.
   Cuando entramos al dormitorio, teníamos las camas tendidas, con sábanas de seda y acolchados mullidos. En los días siguientes ocurrieron cosas raras. Algunas ventanas se abrieron, como si tuvieran vida propia, de repente se cerraban. Los dos teníamos pesadillas. Una mañana, despertamos con arañazos en la cara y las cabezas peladas.
   Apareció un anciano consumido, que salió de un dormitorio clausurado. En una mano llevaba una tijera con sangre y en la otra, una bolsa llena de pelos.
   —¿Por qué no se muere, viejo de mierda?
   —No me puedo morir. Hay alguien, no sé quién, que no me lo permite.
   Nosotros nos entendimos, sin palabras, le arrancamos la tijera y lo cortamos en pedacitos. Mi hermano, el más agresivo, sin querer, me mató también a mí. Cavó en la tierra del jardín abandonado, un pozo, negro, de tan profundo. Allí, descargó al anciano, picado y a mi cuerpo.
   Entró en la casa, se miró al espejo, su imagen reflejaba un viejo, sin dientes, había envejecido repentinamente. Siguió viviendo allí y más que caminar, se arrastraba, se encerró para siempre, en el dormitorio clausurado.

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