Recibimos una
herencia, decía que podíamos ocupar la casa donde vivió nuestro Tío Abuelo.
Había un testamento dejándonos esa propiedad. Quedaba lejos, pero nos mudamos.
Tenía forma de iglesia pentagonal.
—Nuestro Tío era
muy católico.
Decidimos darle
una vuelta antes de entrar. Las ventanas daban a un jardín florido y
descuidado. Encontramos la puerta principal y ocupamos la casa. No tenía
electricidad, ni gas, ni agua. Cuando anocheció, pensamos buscar una persona
que realizara las conexiones. Caminamos cuatro metros y había electricidad,
todas las ventanas estaban iluminadas. Optamos por regresar a la casa. Ni bien
retrocedimos dos metros, todas las luces se apagaron.
—Volvamos a
nuestra casa, total mañana viene el tipo que solucionará estos inconvenientes.
Entramos y nos
tiramos a dormir. Había sonidos extraños y pasos de alguien que se arrastraba.
Nos despertaron, usamos nuestras linternas y buscamos en todo lugar, no
encontramos nada, ni en la cúpula. Volvimos a nuestras camas y nos tapamos los
oídos y la cabeza.
El sol de la
mañana nos despertó y el ruido de la aldaba. Era el Señor que solucionaría los problemas.
Trabajó casi doce horas. Cuando terminó: —Usted dirá cuánto le debemos.
El Señor dijo: —Se
los cambio por una comida caliente. Yo hacía el jardín en esta casa y jugaba al
ajedrez con vuestro Tío Abuelo, nos divertíamos mucho. Era un hombre exótico
que los quería, sin conocerlos.
Prendimos todas
las luces, cocinamos con gas y encendimos las estufas. Cuando el buen hombre
partió, nos dio miedo quedar solos. Entramos a la cocina y alguien se había
encargado de la limpieza.
—Bueno, hermano,
este es el primer paso, que si de fantasmas se trata, es seguro que son buenos.
Cuando entramos
al dormitorio, teníamos las camas tendidas, con sábanas de seda y acolchados
mullidos. En los días siguientes ocurrieron cosas raras. Algunas ventanas se
abrieron, como si tuvieran vida propia, de repente se cerraban. Los dos
teníamos pesadillas. Una mañana, despertamos con arañazos en la cara y las
cabezas peladas.
Apareció un
anciano consumido, que salió de un dormitorio clausurado. En una mano llevaba
una tijera con sangre y en la otra, una bolsa llena de pelos.
—¿Por qué no se
muere, viejo de mierda?
—No me puedo
morir. Hay alguien, no sé quién, que no me lo permite.
Nosotros nos
entendimos, sin palabras, le arrancamos la tijera y lo cortamos en pedacitos. Mi
hermano, el más agresivo, sin querer, me mató también a mí. Cavó en la tierra
del jardín abandonado, un pozo, negro, de tan profundo. Allí, descargó al
anciano, picado y a mi cuerpo.
Entró en la casa,
se miró al espejo, su imagen reflejaba un viejo, sin dientes, había envejecido
repentinamente. Siguió viviendo allí y más que caminar, se arrastraba, se
encerró para siempre, en el dormitorio clausurado.

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