Lo echaron de la
ferretería del centro, antes le pasó igual, en la casa ortopédica.
Como mesero,
aceptó en negro, prescindieron de sus servicios al tercer día. Buscaban
personal de ojos celestes, tez clara, él era morocho argentino. Un parroquiano
grosero gritó: —¡Negro, traé un café!
El dueño escuchó
y decidió echarlo de inmediato.
El mismo día
apareció un aviso: “Farmacia las 24 horas del día, de lunes a domingo, limpia
presencia y hablar fluido, únicos requisitos.” Nicolás fue aceptado, quiso
saber condiciones de pago, horario, días de trabajo. Los pagos no podían
traducirse a números, hasta no conocer el rendimiento del empleado. El horario
era corrido, tal cual rezaba el cartel de la farmacia: veinticuatro horas. Las
jornadas, de lunes a domingos, incluyendo feriados. El jefe lo informó,
mientras le extendía un ambo blanco, de médico antiguo:
—Inspira
confianza al cliente y resta importancia a su tez oscura.
Así habló el
tipo, que desapareció en un pasillo blanco sin fin. Tres compañeros ojerosos,
le advirtieron que no hablara ni con ellos, ni con los clientes, sólo leves
sonrisas. Para ahorrar energía y descansar trabajando, a ellos les había dado
resultado.
Nicolás no quiso
pensar, se calzó el ambo y tomó posesión del mostrador.
Soportó doce
horas, pero tuvo hambre, preguntó a la cajera. Mirando el reloj, ella contestó
que podía hacer uso del baño y al lado del papel higiénico, encontraría la
merienda, cuya ingesta, debía ser simultánea a otras necesidades que tuviera.
No podía exceder los diez minutos. Soportó estoico las condiciones y hasta se
permitió realizar, todo lo que el cuerpo pidiera, en cinco minutos, dejando
otros cinco, para cerrar los ojos en el sanitario. Anteriores trabajos, fueron
de catorce horas, oficio tenía.
Las doce horas
restantes, casi se desmorona, pero el personal de mandados, una sola persona,
le entregó una pastilla, que lo haría resistir, hasta la otra jornada. Esa vez,
le fue mejor, hizo catorce horas y habló con su esposa, cinco minutos por
celular. No comió, usó los cinco restantes para dormir, con los ojos abiertos
en el reloj.
Al cabo de
cuatro semanas, con catorce kilos menos y la respiración corta, como para un: “Buenos
días”, agonizante. Apareció el jefe, le palmeó la espalda y lo felicitó, por su
constancia y dedicación. Le entregó un cheque, a quince días, explicando que el
negocio no andaba todo lo bien que se esperaba. Nicolás preguntó con timidez,
en qué momento podía ir a su casa, para entregar el pago, o el cheque. El jefe
puso cara de no entender, pero usó el verso aprendido: —El cheque se lo llevará
el personal de mandados, que es uno sólo, hasta su propio domicilio.
Se tranquilizó,
gracias a los sedantes que tomaba, copiando a los clientes nerviosos.
Al mes
siguiente, su mujer fue a visitarlo, con la excusa de comprar aspirinetas. Él
apenas la reconoció, algo familiar tenía, llevaba dos niños que dijeron: “¡Hola
papá!”, También le resultaron familiares. A esa altura, estaba lejos, muy lejos
de razonar y de reconocer. Sólo escuchó la voz chillona de la mujer, que le
decía que todos vivían muy bien, pero que no vendría nada mal, que hiciera unas
horas extras, para cancelar algunas deudas. Nicolás pensó que la mujer había
perdido la razón y por eso tenía dos hijos loquitos, que le decían: “¡Hola,
papá!” Preguntó, a la mujer, si las horas del día, también habían aumentado.
Ella asintió.
Habló con su
jefe para pedir un adelanto. Antes de emitir palabra alguna, la respuesta fue negativa,
era norma de la casa, el trabajo por tiempo indeterminado. Nicolás, lo abrazó
como a un hermano. Cuando el jefe quiso apartarse del empleado tan efusivo,
comprobó que Nicolás era de hielo, no se le movía ni un pelo. Se enojó mal y
echó el empleado a la calle.
Cuando sintió
que había perdido su trabajo, quedó tirado en la cuneta y emitió sus últimas
palabras. Un barrendero municipal, nonagenario y esquelético escuchó las
maravillosas palabras de Nicolás: —Muero contento, hemos batido a La Farmacia.
El barrendero,
emocionado, lo metió en su tubo de recolección, sobre él volcó los residuos del
cordón. Nicolás, mirando al cielo, gritó débil:
—¡Viva la
Patria!

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