Tejía
escarpines, batitas, confeccionaba camisetas chicas y las guardaba en una caja
inmensa, junto a frazadas de crochet. Todos tenían bordados rosas y celestes.
Era mi Vecina de
enfrente y no tenía Marido. Vivía sola. Miraba a su panza cómo crecía. La fui a
visitar y le llevé un tigre de peluche.
—Agradezco tu
intención y muchas gracias por el regalo, sus ojitos parece que miraran. Pero
yo quiero que mi bebé tenga todo hecho por mí. Está precioso, lo voy a poner
aparte.
—¿Puedo sentir
tu panza?
—Disculpá, no
quiero que nadie la toque, por favor no te ofendas.
El bebé nació
muerto. Un día salí a la vereda, enfrente estaba la casa cerrada. Tenía un cartel
que decía: SE VENDE. Los Vecinos me contaron que partió sola, con una caja
inmensa. Era toda la ropa del bebé muerto. Le había colocado una cinta de color
celeste. No la vi nunca más.
Dejó el tigre de
peluche, en el umbral de la casa. Me dio tanto dolor su pérdida, como el tigre
abandonado. Tal como ella dijo, parecía mirarme. Cuando volvía del Colegio, me
acercaba y él guiñaba un ojo, o movía sus patitas. El día que llovió, perdió
sus ojos y decoloraron sus rayas.
Me puso tan
triste, que lloraba, mi Madre me consolaba y decía:
—Lo terrible es
lo del bebé, el tigre es lo de menos.
No, era mucho
más que eso.

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