Estando en la
cola del banco, me dio un ataque repentino de pánico. No quería hablar, me daba
terror, desde el custodio hasta los empleados de las ventanillas. Me vino a
buscar mi hermano. Del después no sé nada.
Pero sí puedo
contar lo que me pasó. Tenía que comprar dos libros, salí encorvada, con piel
de pollo y sobretodo en pleno verano. Una ex amiga de un grupo de Teatro
Underground, donde éramos compañeras y competitivas. Me pasó a buscar y arrancó
dejándome medio cuerpo afuera. Apretó el acelerador, salió partiendo al viento,
a un gatito negro le pasó por encima.
—Tengo que
llegar a tiempo, sé que estás deprimida. Tenés los ojos hinchados por hacer la
llorona.
Cuando entramos
a la librería yo temblaba y ella se reía. Me dejó a diez cuadras de mi casa. En
la esquina de la diagonal.
—Te dejo acá,
tengo que comprar algo para un bebé.
Me dejó sola, no
sabiendo para qué lado quedaba mi casa. Rozaba las paredes para no caerme,
adiviné las calles. Dos hacia la derecha, doblar y volver a doblar. Cuando
pensaba que ese era mi lugar, encontré una calle cortada. Más que un ataque de
pánico fue la terrible circunstancia de no encontrar mi casa.
Ella llegó a
toda velocidad:
—Disculpá pero
estaba apurada, no olvides que mañana tenemos el último ensayo.
Le vi los ojos
interesados, de bruja. No podía atender el timbre, me temblaban los dedos. Al
día siguiente me pasó a buscar.
—Pienso dejar la
obra, consigan un buen reemplazo.
Arrancó el auto
y atropelló un perro en la esquina y le importó lo mismo que el gato negro. El
reemplazo que eligieron fue ella misma. Tomé varias pastillas, prendí las
estufas y me fui a dormir.

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