Terminó el
castillo y nos invitó a comer.
—Milena, ¿viste
el castillo?, es totalmente barroco y encima lo cubrió con piedras de
colores—dijo Ester.
—Qué mal gusto
tiene la Duquesa de Malavida, por favor.
Las recibió el
Ama de Llaves, Clorinda. Para saludarnos se agachó hasta el piso.
—Nosotros somos
los finos de esta invitación, los ordinarios son absurdos, suerte que estamos
nosotros para que aprendan la diferencia —dijo Milena.
—Hay que
llamarla Duquesa sólo, Malavida no le gusta, habrá tenido flor de mala vida —aclaró
Ester.
—Miren cómo está
vestida aquella mujer. Un escote que le termina en el ombligo y atrás casi
casi…ese corset le debe aplastar los pulmones, forrado de satén y una pollera
que le llega a los zapatos amarillos de tacos altos, con siete vueltas de
perlas rodeando el tobillo y una esmeralda en el dedo gordo—observó Ester.
—Las demás,
flores de percal superpuestas.
—Las
interrumpo—dijo Clorinda con una inclinación de cabeza hasta el pecho.
—A continuación
de la mesa de ustedes comienza la de los señores.
Tenían un listón
de papel crepe, color fucsia que los separaban.
—Los hombres
hablando de mujeres y nosotras, hablando de hombres. Jah! Son tan obvios.
Iban por la
décima copa de clericó, cuando las damas vieron que la cortina se movía. Los
caballeros estaban bajo la mesa y beodos, les abrían las piernas a todas y
sumergían sus cabezas lo más hondo que podía.
—¡Milena!
¡Milena!, despertate.
—No saben la
pesadilla que tuve, no se la puedo contar para evitar mi vergüenza.

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