Febrero, marzo y
abril, llovió día por medio. El jardín se llenó de sapitos. No logré cazar
ninguno. Lo quería para mirarles las verrugas, de esos verdes que se
mimetizaban entre las piedras y los yuyos.
Cuando empezó el
frío desaparecieron todos menos uno, era tan pequeño que cabía en la palma de
mi mano. Resultó un sapito caradura que poco a poco se transformó en mi única
compañía. Fue creciendo, llegó a tener las dimensiones de un adoquín. Me seguía
por toda la casa, si entraba al baño, él esperaba en la puerta. Si me iba a
dormir, subía a los pies de mi cama. Comía mosquitos como si fueran papas fritas.
Salía al jardín sólo cuando daba el sol, tenía distintas posiciones, ojos
entornados, abiertos o cerrados. Llegó a tener el tamaño de un gato de seis
meses. Los chicos de la Escuela de enfrente tuvieron como tarea, llevar sapos
para abrir con sus respectivos bisturíes. Todos querían saber cómo eran por
dentro, extraerles todas las vísceras.
Él estaba
durmiendo en el umbral, cuando un truhán lo metió en la mochila. La Sociedad
Protectora de Animales, se quejó a la Directora:
—Esas prácticas
medievales debe suspenderlas.
La Dire les
contestó que los sapos no sienten nada. Se asombraron tanto del sapo gigante
que pelearon por operarlo. El truhán que
lo robó lo abrió con su bisturí. Llegué a tiempo, estaba vivo. Lo puse en un
canasto y lo llevé al Veterinario, según él no había nada que hacer.
Volvimos a casa,
lo apoyé sobre la mesa, traje el costurero y lo suturé lo mejor que pude. Me
quise morir, cuando se murió. No podía
compartir con nadie mi dolor. ¿Qué podía decir?: “Mirá, sufro mucho por la
muerte del sapo”.
En la Estación
de Servicio había un camión con acoplado:
—Según me
dijeron murió su mascota, aquí tengo un ejemplar que cacé en Entre Ríos, se lo
regalo.
Tenía el doble
del tamaño de mi sapo, cuando llegamos a casa, dio saltos de medio metro para
entrar en el jardín. Nuestra relación fue bien diferente del anterior.
Si me acercaba,
miraba para otro lado. Si lo quería subir a upa, saltaba y se escondía. Deponía
en cualquier lugar de casa, me enteré que sus soretes eran de tierra y los
mezclé en las macetas. Una mañana lo decidí, lo venía pensando. Cuando lo
encontré cagando sobre las tostadas, lo puse sobre la mesa de la cocina,
encontré una navaja filosa y lo abrí de arriba abajo, le quité todos y cada uno
de sus órganos.
Se me caían las
lágrimas cuando me acordé de Saponi.

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