martes, 11 de mayo de 2021

SAPONI

 

   Febrero, marzo y abril, llovió día por medio. El jardín se llenó de sapitos. No logré cazar ninguno. Lo quería para mirarles las verrugas, de esos verdes que se mimetizaban entre las piedras y los yuyos.

   Cuando empezó el frío desaparecieron todos menos uno, era tan pequeño que cabía en la palma de mi mano. Resultó un sapito caradura que poco a poco se transformó en mi única compañía. Fue creciendo, llegó a tener las dimensiones de un adoquín. Me seguía por toda la casa, si entraba al baño, él esperaba en la puerta. Si me iba a dormir, subía a los pies de mi cama. Comía mosquitos como si fueran papas fritas. Salía al jardín sólo cuando daba el sol, tenía distintas posiciones, ojos entornados, abiertos o cerrados. Llegó a tener el tamaño de un gato de seis meses. Los chicos de la Escuela de enfrente tuvieron como tarea, llevar sapos para abrir con sus respectivos bisturíes. Todos querían saber cómo eran por dentro, extraerles todas las vísceras.

   Él estaba durmiendo en el umbral, cuando un truhán lo metió en la mochila. La Sociedad Protectora de Animales, se quejó a la Directora:

   —Esas prácticas medievales debe suspenderlas.

   La Dire les contestó que los sapos no sienten nada. Se asombraron tanto del sapo gigante que pelearon por operarlo.  El truhán que lo robó lo abrió con su bisturí. Llegué a tiempo, estaba vivo. Lo puse en un canasto y lo llevé al Veterinario, según él no había nada que hacer.

   Volvimos a casa, lo apoyé sobre la mesa, traje el costurero y lo suturé lo mejor que pude. Me quise morir,  cuando se murió. No podía compartir con nadie mi dolor. ¿Qué podía decir?: “Mirá, sufro mucho por la muerte del sapo”.

   En la Estación de Servicio había un camión con acoplado:

   —Según me dijeron murió su mascota, aquí tengo un ejemplar que cacé en Entre Ríos, se lo regalo.

   Tenía el doble del tamaño de mi sapo, cuando llegamos a casa, dio saltos de medio metro para entrar en el jardín. Nuestra relación fue bien diferente del anterior.

   Si me acercaba, miraba para otro lado. Si lo quería subir a upa, saltaba y se escondía. Deponía en cualquier lugar de casa, me enteré que sus soretes eran de tierra y los mezclé en las macetas. Una mañana lo decidí, lo venía pensando. Cuando lo encontré cagando sobre las tostadas, lo puse sobre la mesa de la cocina, encontré una navaja filosa y lo abrí de arriba abajo, le quité todos y cada uno de sus órganos.

   Se me caían las lágrimas cuando me acordé de Saponi.

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