Escuché el
arranque de la heladera, abrí los ojos, corrí hacia ella y la desenchufé. Volví
a dormir, oí los pasos de Dolores, mi Mujer, que la enchufó nuevamente. Qué
ruido hacen los zapatos de Dolores cuando camina y encima volvió a enchufar la
heladera, dos sonidos que me dejaron molesto.
—Mujer, necesito
silencio absoluto. Si no, voy a quedar sordo. Sacate los zapatos y acostúmbrate
a andar descalza. Estamos en invierno, no se necesitan productos fríos, dejala
con el motor detenido y la puerta abierta.
—Honorato, si me
quito los zapatos me congelo y en cuanto a…
—No hables,
rompés el silencio, te pongo una cinta de embalar en la boca. Es un placer para
mí que no vuele ni una mosca y si vuela le recorto las alas.
Mis hijos van a
un colegio de pupilos. El fin de semana lo pasan con los vecinos, que por
suerte son mudos. Mandé a toda mi familia de vacaciones. Quedó la casa en
silencio, empecé a escribir, las ideas me venían, elegí una y cuando tomé mi
lapicera y la clásica página en blanco, era testigo, algo me molestó.
Tic-tac-tic-tac, era el reloj antiguo de mi Mujer. Me crispó, rompió mi
silencio. Le puse pegamento en la agujas y lo acosté boca abajo. Por las dudas
salté en su superficie y quedó planchado como una alfombra.
Escucho la voz
más odiada, la voz de Dolores:
—Sos un sádico,
mirá cómo me dejó la boca la cinta de embalar.
Yo la miré, le
faltaban los labios, llenos de querezas infectadas, por comer con la cinta
puesta. Después de contar lo que le había pasado, para asegurarme la llevé a la
cocina y le corté la lengua. Por el dolor, llamé al Médico, mi Mujer se ahogaba
en su propia sangre, cuando quedó blanca, semi muerta, le agradecí su silencio
y me dispuse a escribir.

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