A los 72 años,
una se encuentra tan cerca del piso, fue como si el cuerpo se hubiera achicado.
Se apilan los huesos, salen suplementarios conocidos vulgarmente por juanetes.
Los tobillos se carrujan o se ponen flacos. Duelen los pies lo mejor es caminar
descalza, a la orilla del mar o en las baldosas de una casa. Las manos se
cubren de manchitas oscuras y la cara de lunares pinchudos.
Uno no recuerda
cuántos años tienen sus nietos, equivoca los nombres y las fechas de
cumpleaños. Sucede que las nueras carecen de existencia. A los 72, dudan si
tienen 75 o 70. A los hijos los adoran, aparecen de cuando en cuando, aunque
vivan a la vuelta.
Se pierde la
vista, los dientes y el oído. En el silencio de vivir sola, suelen hablar y
llegar a pelearse con el gato, como perro y gato.
“Vengo acá para
protegerte…” Mira una película Netflix y
le dan ganas que le pase lo mismo, “Vengo acá para protegerte…”. A los 72 se
piensa así, necesita alguien que la proteja, uno de sus hijos, un nieto y hasta
una nuera aceptaría. Está sola y su soledad la protege.
Vienen sus
hijos, sus nietos y nueras. Les abre la puerta y desconoce a todos.
—No sé quiénes
serán ustedes.—y les cerró la puerta en la cara.

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