Salgo muerto, quiero esa mesa, un café con una media
luna. Si está ocupada la espero, no importa cuánto.
O ésa o nada.
Hay un balcón en un edificio antiguo, justo enfrente y una vieja de pelo
entrecano, tiene una vincha de plástico rosa chicle, un batón azul mareado, un
brazo laxo y otro descansando en la balaustrada. Los ojos son grandes, acá es
lejos y los veo grandes. Si le da el sol y es invierno los entorna como los
gatos.
Se me enfría el
café, ejerce una hipnosis, está conforme, con un rictus joven en la boca, ese
rayo que la enceguece y ella que lo disfruta.
Al balcón le
faltan pedazos, me da vértigo. Cuando descubre que la espío se asoma más y
frunce los ojos con intriga. Ella es una mujer pobre y la pieza debe pertenecer
al edificio hecho conventillo. Ella debe estar enferma y el médico le aconsejó
tomar sol. No puedo dejar de ir, de lunes a viernes, aunque salga muerto.
El café siempre
lo dejo, igual, me hace mal. Cuando miro el balcón y la mujer olvida el mundo
con los ojos entornados y la sonrisa escondida, a mí se me van las ganas de
comer la medialuna. Hace diez años, el mozo me conoce, ni pregunta, me ve y
trae un café y una medialuna. Es un mozo sin asombro, anónimo, sigiloso y
prudente.
Yo sé quién es
ella, no voy a cruzar ni tocar el timbre.
La quiero así en
mi memoria y en los días que le queden. El ángulo del sol, la mesa, el café y
la medialuna son el viaje para estar un rato con ella, que no sabe quién soy.
Fui criado por mi tía Pilar, antes de morir, entre delirios hablados, me
apretaba las manos y relataba de su hermana que fugó y del hijo que le dejó,
contó detalles. Echó tanta luz sobre lo negro, casi me ciega.
Ahora yo también
soy viejo.
¿Qué me puede
decir? ¿Qué le puedo decir?
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