Hacían obras
complacientes, dos hombres y cuatro mujeres. Ensayaban en horas nocturnas,
posteriores a sus trabajos que pedían descansos inmediatos. Bajaban las
escaleras arrastrando los pies. En cuanto ocupaban el escenario, nacían de
nuevo, olvidaban el cansancio, las improvisaciones eran el pan que no comieron
y el café que no tomaron. Hacían obras anunciadas en pizarras negras, con tizas
de colores. Por encima del pequeño teatro, pasaba el subterráneo. Si la obra
era buena, nadie notaba la molestia del sonido del “carcamán”, así le llamaban.
Tenían poco público, la vez que tuvieron diez espectadores les pareció un
sueño. En general asistían dos jóvenes y una vieja. O una pareja y el hijo
adolescente. Como son las cosas ahora, dos para uno, tres para dos.
Ellos subían
obras que ensayaban meses y duraban en cartel una quincena. El hijo adolescente
de la pareja era asistente a todas y aplaudía aunque fuera un garabato. Le daba
ganas de hablar con ellos y sugerir algún camino, con otra dinámica. Era un
joven que había leído teatro desde chico. Durante un saludo final y viendo que
era único espectador, dijo —Perdonen mi intromisión, pero acá falta vida,
cualquiera puede ser buen actor si está convencido de hacer lo que piensa o
pensar lo que hace…
—Bueno, pará un
poco. –Dijo uno- ¿Vos experimentaste alguna vez?
El chico miró
hacia el fondo —No, pero si no experimento ahora, no voy a experimentar nunca.
Las chicas,
entusiastas, preguntaron —¿Vos nos vas a dirigir?
—Bueno…eso lo
manejan uds, tengo una obra escrita, y si los actores masculinos están
dispuestos, pueden, con todo respeto, empezar mañana. Uds fueron mi
inspiración, acá les dejo mis escritos.
Justo pasó el “carcamán”.
Él se fue con el
ruido, hasta el siguiente día.
Cuando
ensayaban, sudaban la camiseta en pleno invierno. Les llevó sangre, sudor y
lágrimas. Peleas terminantes y arreglos amorosos.
Llegó el día del
estreno. Imprimieron el nombre de la obra, con sus actores y el director, que
era uno de ellos. Faltaba el nombre del autor
—No sé si es
necesario que vaya mi nombre, me da pudor.
La actriz más pizpireta
lo consideró un acto de cobardía. Cuando el pendejo subió el primer escalón —Si
no decís tu nombre, la suspendemos.
—Bueno, si va de eso te lo digo, pero les hará
bajar el nivel, me llamo Luigi Pirandello.
—Mérde.
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