Carlota no era
una persona, era un paisaje. La encontramos en un shopping de Palermo. Traía
tantas bolsas que su cara asomaba de vez en cuando, lo que no permitía darnos
un beso. Apareció un señor alto, flaco, canas blancas y barba de corte
perfecto. Se presentó a sí mismo
—My name is Joseph Bromatown.
Nos dimos la
mano. Carlota lo tomó a Joseph de las manos y llenó su humanidad de bolsas.
Ahora, con manos libres, nos abrazamos emocionadas.
—Cuando una es
grande no saben lo que es no dar con nadie, en un viaje a Londres, para visitar
a mis hijas, no sé para qué, las dos tienen cara de “Cuándo te vas”. En mi
tercer viaje a Londres conocí a éste.
Lo señaló con el
pulgar —Bueno, pero es un señor muy distinguido y educado…
Saltó Carlota —Sí,
todo lo que quieras, pero tiene ochenta y siete años, un viejo choto.
Le dijimos que
él estaba ahí y sordo no era.
—No sirve para
nada, es un marido de adorno, ustedes no se preocupen, no entiende un pomo de
castellano. Me compra lo que me dé la gana. Vamos a comer a lugares exóticos.
Vivimos en una casa tudor, donde te perdés. Una suerte no verle la cara al vejete
todo el tiempo. A mí los ingleses no me van, son piratas y esa Reina, con esa
cara de culo…en fin, mi vida es un sacrificio.
Cuando nos despedimos,
primero de Carlota, que seguía hablando pestes de los ingleses, mientras
caminaba rápido. Salió Joseph de entre las bolsas, las apoyó en la vereda —Disculpen,
no he participado de la charla porque Carlota lo impediría ¿Saben que nuestra
querida amiga ignora que hablo castellano? Fue un gusto conocerlos, acá les
dejo mi tarjeta. Si van, lugar es lo que sobra. Los espero. No hablo de ella,
que jamás espera a nadie. Observen a la Sra. Bromatown. Dos cuadras adelante y
hablando sola, a lo mejor la alcanzo.
Corrió como un
atleta, ofreció su brazo y Carlota se colgó como si fuera un pasamanos.
Parecían un paisaje. 
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