jueves, 3 de noviembre de 2016

ASADOS PERDIDOS


   Me recibí de profesor de Historia, la familia encantada, el primer universitario de toda la prole. Esperé y esperé, son tiempos donde no se pueden extender promesas incumplidas. Cuarta generación de albañiles – dijo Vicente, mi padre – y palmeando mi espalda aseguró un trabajo, como peón de albañil, que iniciaba al día siguiente. Era capataz de una obra.
   Ni bien llegó el arquitecto, mirando con cara de “aquí se hace lo que yo diga”, dio órdenes contradictorias, absurdas y se retiró en su flamante 4x4. Mi viejo nos reunió a todos, nos puso al tanto. Los arquitectos no saben nada de construcción, pero son intermediarios del patrón. Debíamos decir que sí y luego él, como capataz, ordenaría lo que debía hacerse, olvidando las palabras del “bueno para nada”. Aseveró que Domingo, mi bisabuelo y Remo, mi abuelo le dieron los instrumentos para defenderse de aquellos analfa-funcionales. Con una mano me apretó el hombro y con la otra me extendió una pala. Nunca pensé que nuestra inversión para tus estudios terminaría aquí, pero tené confianza, Ramón, ya aparecerá alguna cosa.
   Iba adquiriendo habilidad y al año pasé a ser Medio Oficial de Albañil. Siguieron dos casas trabajosas y me nombraron Oficial Albañil. Antes, contaba mi bisabuelo Domingo, eso se festejaba con honores de carne asada y vino patero, ahora llegás al laburo y el capataz te dice sos esto y punto. Yo disfrutaba los cuentos de mi bisabuelo Domingo y mi abuelo que se esmeraban en brindar testimonios de sus vidas en la construcción. De día trabajaba con ellos y de noche escribía acerca de sus vidas, tomando nota con nombres y fechas, estas últimas las proporcionaba el abuelo Remo, memorioso, de insólita curiosidad, conocía los nombres de los primeros frentistas de Tandil. Su padre, Domingo, desde su silla eterna, asentía con la cabeza y deslizaba detalles que los otros desconocían.
   Personas serenas, orgullosos de su oficio, amaban los recuerdos atesorados y desplegados en mis oídos resultaban sinfónicos. Las tres generaciones sólo nostalgiaban el olor del asadito, el reposo del almuerzo, la envidia de las gentes que volvían de sus trabajos carpeteando la carne en la parrilla improvisada.
   Dejar sin asadito al personal de la construcción fue un asesinato.
   Un editor, loco, porteño, publicó aquellas aguafuertes. La primera edición se agotó en una semana.
   Doy clases de Historia en la UBA y algún sobreviviente lector de libros se acerca, con inusitada timidez, a felicitar al autor. Suelen ser alumnos rara-avis. Soy un tipo grande, tal vez viejo, será por eso que me emociona cuando el alumno dice ser hijo o nieto de albañiles.   Todos coinciden en el homicidio del asadito, que ahora nos iguala.
                                                                      

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