Siempre odié
las fiestas. Hay que saludar a los presentes, sonreír hasta que duelen las
mandíbulas. El cruce constante con gente que uno detesta. La soledad de estar
de pie con una copa en la mano. Por fin encontrar un amigo que camina, como no
escucha, por la música alta, tomarlo de la manga y quedarse con la manga en la
mano. A ésta debía asistir, sino sería tomado como un desprecio Mi vestido fue
el más desapercibido que encontré. Pensé en no cometer ninguna imprudencia.
Había una sillita matera, allí instalé mi desagrado y me impuse esconder una
sonrisa quieta, estilo Gioconda. Los presentes veían interrumpidas sus charlas
superpuestas por ejércitos de ángeles, que los callaban y cuando terminaba el
saludable silencio, arremetían con más decibeles que antes.
Aparecieron
los nietos de la anfitriona, me dieron besos en las mejillas. Me dejaron llena
de dulce de leche y en el pelo me tiraron lavandina, con una jarra. Tomé aire y
empecé a correr a los niños, a cada uno que alcanzaba le arrancaba mechones de
pelo, uno cayó sobre el calefactor y se quemó una oreja. A los restantes les
pegué patadas en el culo. Se hizo presente la anfitriona, arrogante, dijo que
había lastimado a todos sus nietos. Comencé a gritar que los chicos eran unos
maleducados de tercera generación, o sea los niños eran unos degenerados. La
lavandina me hacía doler la cabeza a
medida que la discusión era agobiante.
Me fui sola
por calles oscuras, me tocaba el pelo y se me caía, al suelo. Parecían gatos
recién nacidos. Mi único orgullo, tirabuzones que me servían de tapa-cara. En
un recodo apareció mi amigo. Le había contado a su abuela el episodio de la
manga, rencoroso, como ella, era su venganza. Le comuniqué que no era más su
amiga. Él abrió tanto la boca que le metí todo el pelo que cupo. Después de lo
ocurrido me juré que jamás asistiría a una fiesta. Ahora llevo un corte de
pelo, cuya sombra me da miedo. Mi ex-amigo mandó una peluca de regalo. Le
devolví la peluca, con dos tarántulas adentro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario