Tomaba fotos sorprendentes de objetos y
personas opacas, su ojo descubría tesoros ocultos en un ángulo de baldosa ó en
la inserción inexplicable de un viejo sanitario con el piso. Los hermanos
Giovanetti, brindaron una fiesta a sus padres, aniversario de casados.
Invitaron a Sebastián, que les guardaba un cóctel de afecto, sospechas y miedo.
Tanos ricos repentinos, laburantes de nacimiento, con resultados más suntuarios
que sus esfuerzos. Se hablaba de filones de juego, droga o testaferría, la
gente hablaba, como le gusta a la gente hablar. Imaginando el lado más bestia
de las vidas ajenas.
Durante el transcurso del vino, cuando ondulan los espacios, pidieron a Sebastián tomar fotos del evento. Él no llevó su máquina, para poder tomar y fumar sin el cargo de cuidar su máquina entrañable. La mamá Giovanetti, con varias copas en su cabeza, le entregó una máquina pequeña, de una tecnología que prendó a Sebastián de inmediato. Algo tan chato y exiguo, con tantas posibilidades, le despertó las ganas, que el mandato Giovanetti le había dormido. Sacó las fotos de rigor, a los viejos, los hermanos, los tíos, los sobrinos, la mesa imponente y los mozos disfrazados de sillón con moño.
Cuando empezaron los discursos de palabras arrastradas, obvias, patéticas y etílicas, Sebastián se perdió en el jardín intrincado, bañado de luna llena. Dejando atrás las antorchas encontró un estanque, de aguas turbias, con islas de hojas secas y musgos inquietantes. Tomó fotos del fondo, que tenía la imagen diluída de aquella luna, rodeada de carpas dormidas. Perdió pié y la cámara se hundió en el fondo del estanque. Trató con su brazo y luego con varias cañas.
Resultó imposible el rescate. Escuchó los dulces llamados de la señora Giovanetti: —Sebastián, querido ¿dónde estás?, preparate, que ahora viene el vals. Sebas ¿me escuchás?...te esperamos…
Él se irguió y pensó
enfrentar la situación. Las piernas le temblaban y los pasos indolentes le
dictaron que lo mejor era huir. Trepó al paredón como un gato, saltó a la
calle, tomó su moto, con presteza lúcida arrancó con un ruido que tapaban las
tarantelas y se fue a la mierda.Durante el transcurso del vino, cuando ondulan los espacios, pidieron a Sebastián tomar fotos del evento. Él no llevó su máquina, para poder tomar y fumar sin el cargo de cuidar su máquina entrañable. La mamá Giovanetti, con varias copas en su cabeza, le entregó una máquina pequeña, de una tecnología que prendó a Sebastián de inmediato. Algo tan chato y exiguo, con tantas posibilidades, le despertó las ganas, que el mandato Giovanetti le había dormido. Sacó las fotos de rigor, a los viejos, los hermanos, los tíos, los sobrinos, la mesa imponente y los mozos disfrazados de sillón con moño.
Cuando empezaron los discursos de palabras arrastradas, obvias, patéticas y etílicas, Sebastián se perdió en el jardín intrincado, bañado de luna llena. Dejando atrás las antorchas encontró un estanque, de aguas turbias, con islas de hojas secas y musgos inquietantes. Tomó fotos del fondo, que tenía la imagen diluída de aquella luna, rodeada de carpas dormidas. Perdió pié y la cámara se hundió en el fondo del estanque. Trató con su brazo y luego con varias cañas.
Resultó imposible el rescate. Escuchó los dulces llamados de la señora Giovanetti: —Sebastián, querido ¿dónde estás?, preparate, que ahora viene el vals. Sebas ¿me escuchás?...te esperamos…

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