Tomé una combi
para cruzar el puente, había un operativo, se llevaron a una pareja de un auto.
Cuando los iluminaron pidieron documentos. Pasaron todos, menos Miguel Parra,
chileno cantautor. Los milicos pensaron Parra: comunista, o algún ista. La portación
de apellido pasó a algún centro de detención. Sus compañeros fueron dos curas y
un abogado. Uno de los curas era especialista en Teología y el otro ayudaba en
una villa. El abogado ganaba cuanto juicio laboral cayera en sus manos. Los
curas y el abogado no fueron torturados. A Miguel, lo tomaron de punto. Cuando
llegaba la noche, lo arrojaban encima de los otros. Los tres compañeros
arrancaban pedazos de sus ropas y le hacían los auxilios que podían. Lo dejaban
dormir y Miguel escuchaba sus conversaciones, todo giraba alrededor de Dios. Un
día se apoyó en un codo y con dificultad le dijo al teólogo que él hacía otra
lectura de Dios. Se convirtieron en antagonistas criteriosos. El fin de semana
quedaba sin guardas, lo aprendieron de escuchar. Miguel pedía a gritos que lo
sacaran de allí. Un sábado, decidieron los amigos abrir las rejas, con las
manos. Pudieron por lo elemental de la construcción. Salió Miguel y los otros
también. Era todo campo, corrieron kilómetros, tomaron diferentes caminos.
A los veinte años del episodio, el conjunto
chileno, dirigido por Miguel Parra, daba un concierto. La gente aplaudió tanto,
porque lo bueno se agradecía así. El abogado quiso saludarlo y dio su nombre.
La puerta se cerró. Se escuchó la voz de Miguel negando conocer a esa persona. —…tal
vez en una década que borré de mi vida. Decile que no sé quién es ni me
interesa.
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