Danny eligió el
mejor lugar para depositar su pequeña y panzona humanidad. No recordaba quién
era el dueño del cumpleaños. Tenía una copa en la mano que llenaba con una
botella y vaciaba en su boca. Soy tímida, me dio timidez sentarme a su lado, le
pregunté tímidamente —¿Puedo, si es posible, si no te molesta, si no esperás a
nadie, sentarme aquí?
Me alcanzó tres
vasos consecutivos de vino, yo decía que sí, para no ofender. —Hace una semana
se murió mi vieja.
Me lo dijo al
oído y luego de una pausa —¿Me harías el regalo de venir a mi casa?
Yo lo veía
doble, me pareció doblemente inteligente y huérfano de todo, le contesté que sí.
Nos fuimos caminando, él no hablaba y yo tampoco. Subimos a un ascensor
tranquero y llegamos al último piso. Pasó él, pasé yo. Danny se sentó en un
sofá que tenía el espectro de su cuerpo.
—En la pieza de
al lado dormía mi madre, tenía el ropero aquí, allá no entraba.
Se produjo,
ahora sí, un silencio que ocupó paseando su mirada del espejo del ropero, a mí
que estaba de pie. —¿Podés ponerte este vestido, este saco y estos zapatos? Es
lo último que te pido.
Por borracha me
puse un vestido de muselina negra con olor a humedad, un saco de piel gastada,
con olor a osamenta y me calcé unos zapatos, tres números más chicos que los
míos. Me llamó, me miró a mí y luego al espejo. —Mami querida, estás tan linda,
dame una mano y te doy una vuelta para verte mejor.
Entré en pánico,
arranqué la ropa de mi cuerpo, rescaté mi vestido y salí corriendo. Ni con el
viento se me iban aquellos cheiros tanáticos. Me bañé con Espadol.
Al día siguiente
lo vi en el café. Él siguió de largo, sin saludar.
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