Adentrando el
pueblo un día de sol regalado aparecieron las primeras casas antiguas, diversos
estilos, gótico, tudor, art nouveau, torrecitas de juguete, pasillos que daban
vueltas mágicas.
Paredes
atrapando ventanas centenarias, con vidrios de colores opacos y brillantes,
saludando nuestro paso. Una Catedral de columnas perpendiculares a la tierra,
con aspiraciones de llegar al cielo, interrupciones de cemento blando en
capiteles leves y fuertes. Había confesionarios tallados por ebanistas en
estado de gracia. Siempre quise un confesionario adaptado para retrete, en el
fondo del jardín, a Dios, si existe, no le importaría.
Dios es una
invención del hombre, pero qué piola contar con Él para pedir deseos en
momentos acuciantes, sé que es utópico, del brazo de un cinismo ateo. Provino
una luz de la nave principal, justo allí me arrodillé y persigné como hacía mi
padre.
Recordé a qué
vine, al lado de la Catedral era la presentación del libro de cuentos que
hicimos, un grupo loco, creyentes en la sobrevivencia de la lectoescritura.
Entré despacio
al recinto. Sentí olor a encierro y protocolo.
Pensé que era mi
lugar de pertenencia, le pegué a mi egolatría sin fundamento y tomé asiento
junto a mis queridos compañeros.
Soy ermitaña, me
gusta viajar en palabras, recordé al enano pretencioso que dijo “París bien
vale una misa”. El libro bien valía salir de la ermita y hacer unos kilómetros.
Sentí la felicidad de un viaje azul.
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