Vive sola y se
siente ventilada del encierro de baulera que le daba su exmarido. Yocasta
extraña de él sólo el arreglo de las canillas, la pintura de la casa en tres
días, destapar las cañerías con azúcar y vinagre; emparejar las mesas donde una
pata desbarata al resto y lo bien que bañaba y peinaba al perro. Ella era
fuerte y flexible, aprendió Yoga en la India con el maestro Kundallegar, que
nunca habló de un brillante en el corazón, ni de la paz sea contigo,
consideraba una hipocresía regalarle media neurona a esas falacias. Para
Yocasta era una forma de vida que le permitía hacer equilibrio en este mundo,
que quiebra las ganas de los pensantes. Venía su primo Esopo y ella debía
traerlo del aeropuerto.
Se levantó
temprano y caminó al baño haciendo que el esternón llegara antes que ella.
Yocasta abrió la ducha y se quedó con la canilla en la mano. Decidió hacer paro
de cabeza sobre el bidet, ambas manos sosteniendo uno y otro borde, llevó la
pierna izquierda hacia atrás y abrió la llave, el agua salía abundante y tibia,
con la pierna derecha alcanzó el shampoo y vertió tanto que le sobró para todo
el cuerpo. Realizó cruces y descruces que le trabaron los huesos. Con los
deditos menudos, no se sabía si derechos o izquierdos, alcanzó la pinza de las
cejas y un destornillador. Con paciencia e instrumentos logró una destrabación
completa.
En postura de “ardomuka”
se vistió con el sari más evanescente que encontró, salió a velocidad
levitación máxima. Reconoció a su primo Esopo por la trenza verde que le
llegaba al culo —Hola.-Dijo Yocasta-. —Hola.-Respondió Esopo-.
Ella le ayudó
con la mochilonga. Una punta del sari quedó atascada en la escalera mecánica,
mientras descendían, el sari se convirtió en tallarines. Lograron tapar la
vergüenza de Yocasta con la trenza verde, anudada en su cintura. Quedaron
enroscados como serpientes y así viajaron. Yocasta sintió lo mismo que cuando
jugaban al Doctor, de chicos, Esopo con voz sensual le contó una fábula
erótica. Hicieron “tricoanales” en el felpudo y “taradásanas” bajo la luna.
Yocasta gritaba —Más…más…más…ayy.
Esopo empezó a
contar otra fábula, para descansar un poco.
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