Arreglaba autos
con dificultades, que solucionaba en tres etapas de un día. Tuvo problemas
lumbares, dos operaciones sin secuelas. Se le recomendó no hacer saltos de mono
a las fosas, ni levantar pesos.
El Señor Toto
Armando delegó en sus hijos el taller. Él los miraba trabajar y hacía
sugerencias, mate en mano. Los chicos lo aceptaban como a una institución.
Un cliente
dibujó una línea de etapas vividas.
—No quiero ser pájaro de mal agüero, lo que
queda debe aprovecharlo, basta de señalar lugares donde late el problema de
cada auto. Elíjase lugares para disfrutar, fuera del taller hay otros cielos,
otros mares.
—Le agradezco el
consejo, pero no puedo dejar a Tito y Tato, me necesitan.
—Sus hijos son
dos huevones grandes, inteligentes y hábiles, va a ver que hasta festejarán su
decisión de disfrutar, no acuse falta de guita, fui su contador, sé lo que le
digo.
Toto pensó y
decidió. Se mandó, junto a su tercer pareja, al mejor complejo Turrístico de
Cancún, masajes diarios, japoneses, indios, a la cachetada perdida. Aguas con
cataratas rosadas y salidas al mar. El rubro ingestas no tenía horas. Tragos
que Toto Armando nunca imaginó.
Una noche, ambos
recordaban las hambrunas de sus infancias y la gente que no y lo que nadie, ni
sus nietos. Al día siguiente armaron sus maletas. Dejaron los días sobrantes a
dos pterodáctilos de viaje cuotado y origen humilde. Extendieron sus
vacaciones, batiendo palmas agradecidos.
Toto y su mujer estaban hartos de tanto
resorte ajeno al mundo de las personas y lleno de amantes de los excesos.
Las maletas
pesadas, las trocaron por dos mochilas leves. Recorrieron Méjico dejando que las
ganas los llevaran de Norte a Sur, de Este a Oeste.
Se sintieron
protagonistas de un cuento.
El último lugar
que visitaron fue el Distrito Federal. Había tiros dirigidos y balas perdidas.
Capital del Narcotráfico. Fue en la Plaza del Zócalo. Tito y Tato se enteraron
por la radio prendida en la fosa, la pava que silbaba y el mate que esperaba.
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