—Falta poco para
mi parto y me duelen las muelas.
—¿Todas?
—Sí todas, hasta
las del juicio final, extraídas de chica. Y estoy nerviosa, ansiosa, no puedo
dejar de hablar. ¡¡¡Aaay!!! Doc, si Ud supiera cómo me duelen las muelas.
—Abra grande la
boca, más grande, más, incline ligeramente la cabeza.
No hablé más,
puso un aparato de tortura medieval que separaba la mandíbula inferior de la
superior. —Esto no duele, quietita.
Y llenó mi boca
de anestesia con pinchos infinitos. No cuento lo del medio para no impresionar,
pero sí el resultado.
El Dr me extrajo
todas las muelas y los dientes, por las dudas. —Hay que pensar en el bebé, si
le hago una placa algún rayo se le puede ir a la panza y provocar daños colaterales.
—¿Y tengo que
hablar como mi tía Raquel, que le faltan todos, como si yo tuviera 99 años?
—Calma, calma,
no se me ponga histérica, le voy a implantar uno, no me hago responsable de las
consecuencias.
Llegaba a la
nariz, pasando por el labio superior. No quise más inyecciones. La gente me
miraba el diente y se reía. Tomé un taxi y empezaron las contracciones.
Me llevó al
Hospital, tuvo miedo que rompiera bolsa en su tapizado de tigre.
Lo parí en el
pasillo, me pusieron la peridural y entre nubes de felicidad escuché su primer
grito, que tiempo más tarde se haría continuo y difícil de sostener. Lo quise
ver para contarle los deditos, estaban todos, el bebé abrió la boca, como me
decía el dentista. Miramos con horror, nació con dentadura completa.
A la semana
apareció el tachero —En el apuro y la comprendo, no me pagó el viaje.
—Ya mismo se lo
traigo.
Sacó una bolsita
de nylon transparente de su bolsillo —Esto lo encontré en la butaca de atrás,
es suyo.
Abrí la bolsa
cuando se fue, había treinta y dos dientes.
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