En una plaza
escondida entre aguaribayes y pinos —¿Qué? Hoy de nuevo. – Dijo la mesera-.
—Todos los días
con sol, lluvia o frío, el viejo está acá sentado. Se le enfría el cafecito,
pero al tipo no le importa, mira su propia estatua, mientras la Escultora, con
cincel y martillo trabaja.
Era una figura
emblemática del pueblo. El Intredente se encargó de traer una piedra para
construir el monumento.
El pueblo estaba
contento. Siempre pasa en esos lugares, donde el aburrimiento asfixia.
—¡Una estatua
gigante! –Decían los niños-.
Los fines de semana se llenaba de gente, les
resultaba un paseo gratuito. La escultora recibía órdenes de Renato Lavarata —Corregí
pómulos, los quiero altos, necesito parecer más joven.
La Escultora
preguntó —¿Y cuántos años tiene Ud?
El viejo,
creyendo en lo que decía —Tengo 99 años.
Ella sonrió
oscuro, abrió el envase de parsec y lo superpuso para modelar pómulos de 40 en 99.
—Adelantá el
mentón y suprimí los códigos de barra, el muñón, dentro del bolsillo izquierdo,
los ojos atentos y el sombrero un apenas ladeado.
Se fue la luz,
la Escultora, cerró el Café. Él siguió mirando algo que faltara.
—Espero que sea
la última vez que viene, la estatua finalizó.
—Yo tampoco lo
banco, no sé de qué la va, si fue un tahúr ganador, con una sola mano, con la
otra hacía trampa.
El viejo
estacionó su Mercedes automático. La Escultora todavía estaba —Hacele algo inteligente,
una nariz griega es lo ideal.
Ella terminó y
se fue sin saludar. El viejo prendió un pucho con boquilla y se sentó a mirar,
quiso darle una vuelta y le dio diez. El corazón dijo basta y murió a los pies
de su propia estatua. En el Cementerio la gente, en lugar de flores le tiraba
naipes, As de Pique, As de Corazón, As de Diamante y de Trébol.
El Intredente,
que nunca piensa, llegó tarde para darle en vivo las Llaves del Pueblo y
nombrarlo Ciudadano Ilustre. Las llaves las colgó de una mano de la estatua. Al
día siguiente robaron su estatua, dejaron sobre el pasto, las llaves del pueblo
vacío.
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