miércoles, 26 de julio de 2017

CORTADO CHICO, GRACIAS


   Tres audaces gritando por sus celulares, al unísono. Uno ponía azúcar fuera de la tacita. Otro se quemó hasta la laringe por ambicioso. El tercero corrió al baño y volvió enseguida, tenía blanco en sus fosas nasales, jabón no era.
   En el extremo opuesto cinco prudentes. Ninguno monopolizaba la charla. Las voces precisas y los oídos atentos. Tomaban despaciosos su cafecitos. Sobre el ventanal una pareja enfrentada. Ella miraba hacia fuera, parecía no estar. Él hablaba todo el tiempo, en los espacios agotados daba pitadas a una colilla apagada. Ella se fue sin saludar, mientras él, con premura, tomó de un solo trago el café que ella dejó. De pie arrojó a la mesa un bollo de dinero arrugado. Salió rápido tras alguien diluida entre la gente.
   En el fondo cuatro mesas se juntaron, docentes decentes cacareaban encimado y tomaban sus cafés como si fueran copas de licor. Niños hiperkinéticos recorrían todo el lugar, hicieron caer la bandeja llena del mozo y al mozo también. El dueño tomó a los monstruos de los brazos y preguntó quienes eran los padres. Nadie los reclamó.
   La mesa de privilegio la ocupaban dos sacerdotes y un civil, de traje caro. Tenían pinta de Opus Gay.
   Cada café es un templo diferente. Este que asisto me gusta por lo ecléctico y porque el café es Cabrales. Es el lugar donde pienso, resuelvo ideas, proyecto, organizo. Detesto que llueva. La nostalgia, que considero un sentimiento odioso, me llena de tristesitud. Me obliga a mirar las gotas que se estrellan en las baldosas. Me nubla los ojos y cae una lágrima. Soy una boluda.
                                

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