Tres audaces
gritando por sus celulares, al unísono. Uno ponía azúcar fuera de la tacita.
Otro se quemó hasta la laringe por ambicioso. El tercero corrió al baño y
volvió enseguida, tenía blanco en sus fosas nasales, jabón no era.
En el extremo
opuesto cinco prudentes. Ninguno monopolizaba la charla. Las voces precisas y
los oídos atentos. Tomaban despaciosos su cafecitos. Sobre el ventanal una
pareja enfrentada. Ella miraba hacia fuera, parecía no estar. Él hablaba todo
el tiempo, en los espacios agotados daba pitadas a una colilla apagada. Ella se
fue sin saludar, mientras él, con premura, tomó de un solo trago el café que
ella dejó. De pie arrojó a la mesa un bollo de dinero arrugado. Salió rápido
tras alguien diluida entre la gente.
En el fondo
cuatro mesas se juntaron, docentes decentes cacareaban encimado y tomaban sus
cafés como si fueran copas de licor. Niños hiperkinéticos recorrían todo el
lugar, hicieron caer la bandeja llena del mozo y al mozo también. El dueño tomó
a los monstruos de los brazos y preguntó quienes eran los padres. Nadie los
reclamó.
La mesa de
privilegio la ocupaban dos sacerdotes y un civil, de traje caro. Tenían pinta
de Opus Gay.
Cada café es un
templo diferente. Este que asisto me gusta por lo ecléctico y porque el café es
Cabrales. Es el lugar donde pienso, resuelvo ideas, proyecto, organizo. Detesto
que llueva. La nostalgia, que considero un sentimiento odioso, me llena de
tristesitud. Me obliga a mirar las gotas que se estrellan en las baldosas. Me
nubla los ojos y cae una lágrima. Soy una boluda.
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