Lo llamaron de
la Embajada de Emporgo, para dar una conferencia sobre los emporgeos
extraditados y las consecuencias económicas nefastas para el resto del mundo,
olas que se acrecientan y nos dejan pedacitos de tierra. Mi Tío Horacio era un
dechado de inteligencia, según sus hermanas y un genio sabio, según su madre.
Tenía la
apariencia de resolver problemas de cualquier índole, usaba un lenguaje
apretado, había párrafos que nadie entendía, esos fueron los más aplaudidos.
Los emporgeos
eran tan pijoteros que las aceitunas venían con carozo. Mi Tío nunca fue un
hombre que le diera importancia al protocolo en una comida. Entre plato y plato
escribía en una libreta fórmulas interminables, el mozo le señaló el tercer
plato servido.
—¡Cómo se atreve! Estoy descubriendo algo
interesante y me molesta, saque ese plato, por el olor es pescado viejo. Unos
segundos después, mientras escribía, se puso tres aceitunas en la boca. Apretó
tanto los dientes que se le aflojaron los de adelante. Eran los carozos, tuvo
vergüenza, giraban en su boca. Pensaba cómo mudarlos a alguna maceta. En eso
estaba cuando un colega levantó su copa.
—Brindo por el
exterminio total de los pobres y los extraditados. Tengo una postura que se
aparta de las ideas de mi colega disertante, que no sabe dónde escupir los
carozos.
Mi Tío Horacio
tenía frecuentes ataques de risa, que nadie entendía, por eso no se molestaba
en explicar. Le dio en ese momento y los pedazos de carozos, licuados con sus
dientes, fue a dar a la cara y la boca de su colega, que no habló más. Tenía
las cuerdas vocales con incrustaciones de carozos y dientes molidos.
Horacio volvió
en un piper oxidado, su colega en el Tango 2.
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