Una mesa de café
que todos respetábamos, era de Norberto. Se la ganó, veinte años en el amable
rincón, que le permitía mirar sin ser visto, leer el diario y taparse la cara
ante compañeros de mesa no deseados.
Lo atendía
siempre Sole, sabía el pedido de Norberto, lo depositaba con cuidadoso sigilo,
amaba el silencio y la paz que provenía de él. Era mitad de mañana, se dirigió
a su mesa de memoria, había un gordo compenetrado en un celular, con apariencia
que al otro lado no había nadie. Me acerqué. —Buenos días, Sr, tal vez Ud
ignore que esa mesa es por derecho, de aquella persona, tal vez sea Ud turista.
Tiene todo el aspecto de norteamericano.
Le dio contento
al gordo la nacionalidad que inventé, inclinó la cabezota y se retiró, sin
hablar, para no dar cuenta que era un Yanqui de Villa Caraza.
—Norberto, tome
su mesa de siempre, hubo un equívoco.
Ni bien acomodó
su respetable humanidad, se le sentaron dos gritones discutiendo de política.
Norberto depositó el diario sobre su cara. —Che Norberto, queremos saber qué
opinás.
Él sin retirar
la mirada de su lectura respondió:
—Es lo que hay.

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