Ella estaba sola
todo el día, tenía dedicación absoluta con su quinta verdulera y tres perritos
que jugaban a su alrededor, entraban a la casa y se limpiaban las patitas en el
felpudo, imitando a su dueña.
El marido, sin
beso de saludo preguntaba:
—¿Qué hay para la cena?, muero por un plato, o dos o tres.
Comieron con
mantel bordado en una mesa larga, candelabro al medio, platos y cubiertos ocupaban
las cabeceras —¿Dónde está la Noblex?, te dije que me gusta en el centro de la
mesa.
—A tu derecha. -Dijo
ella, ante lo que se avecinaba, de dos a tres horas escuchando la cotización de
cereales, soja, trigo, girasol y las vaquitas-.
Cuando venía el
camión y pasaban por la manga, ella las besaba, una por una. “El marido le
llamaba Patrón a su propio padre, flor de mandato”. —Dejá de besar las vacas,
los peones se burlan, es humillante.
Ella pensaba en
el terrible destino de los animales.
Su marido tenía
problemas de corazón y tres by pass en su haber. El día de vacunación del
ganado, salió titubeando, la ambulancia no llegó a tiempo. La peonada se
presentó ante la Señora, con boina en mano, dando el pésame. —A lo que Ud
disponga Señora, aquí estamos.
Hizo construir
refugios cubiertos para todos los animales, era un campo gordo, ellas
encantadas se alimentaban con comida de la tierra. La viudita (así la llamaban
los peones) no aceptó venta de vaca alguna, andaban a su libre albedrío. Cada
una tenía su nombre, ella tejía en la
galería y llamaba alguna, para darle besos y charlar un rato.
Una mañana, el
hijo más pequeño de un peón dijo haber encontrado algo raro al fondo del tanque
australiano. Callada, sin pilas y rajada de lado a lado, la Noblex. —¿Qué hago
con esto? -Preguntó el niño-.
—Dejala donde la
encontraste y vení que terminé tu pullover.
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