Me dejaron
afuera. El estar era tan grande como los invitados, gordos ricos y ordinarios.
Humberto compró la casa en un lugar que parecía flotar en la nada. No entendía
por qué Humberto me echó con un dejo de violencia, siendo que yo era su mejor
amigo.
Jamás conté a
nadie los tejes y manejes que escuchaba. Iban más allá de mis escasos
conocimientos empresariales.
Salió Humberto y
con gesto de malhomía política me pidió disculpas, pero lo que se decidía dentro,
no debía saberlo ni Dios. Y dice que es mi mejor amigo, antes de entrar al
serpentario dijo:
—Lo único que tengo amueblado es mi alcoba, si querés podés
dormir, mirar televisión, darte un baño de inmersión.
No le contesté,
no merecía respuesta, pero me quedé con las ganas, los invitados latrocidas
iban a pensar que soy puto. Humberto no entiende nada ¿A qué explicarle? Cuando
terminaron las risotadas y músicas altas y berretas, pude cerrar los ojos.
Escuché los motores que batían en retirada. Casi me duermo y escuché la voz de
Humberto, abrí un solo ojo. Estaba desnudo y preguntó si podía acostarse
conmigo. Temblé de asco. Alguien incendió la casa, no sé quién, en este país
los alguien no tienen nombre. Salí corriendo con Humberto en mi espalda. Pesaba
140 kilos. El fuego lo devoró, yo no paraba de llorar. Lloré a la luna como un
lobo. Me fui caminando en mis cuatro patas, con la punta de la cola echando
humo todavía. Me adoptó una señora que curó mis heridas, mientras decía —Sos un
perrito divino, tengo una perrita igual a vos. Se van a divertir.
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