Lo conocí en
la pubertad, nos gustamos, con prudencia y escondidos. Mis padres ni lo
imaginaban, habría recibido castigos. Él crecía conmigo y no necesitamos
ocultarnos, aún mis abuelos vieron cómo nos besábamos con desesperación.
Siempre fui una
persona responsable, estudiosa, trabajadora y respetuosa. El monumento al
aburrimiento, bah. Sería por eso que nuestra relación contaba con la anuencia
de todos. Hubo personas que lo denostaron y deslizaban en mis oídos palabras de
advertencia, con el fin de protegerme. A mí no me importaban las opiniones de
otros. Él tenía ajenidad y a pesar de pertenecerme, compartía momentos con
hombres, mujeres, viejos y jóvenes, a veces niños. Nunca me dieron celos, él se
multiplicaba en todos y no sé qué magia permitía que jamás me abandonara. Como
todas las parejas discrepábamos, llegando a separarnos uno, dos días, sólo en
dos ocasiones seis o siete meses. El reencuentro era intenso y hasta no caer
exhausta no lo abandonaba, sabía que él velaba mi sueño, esperando que surgieran
insomnios donde no decíamos nada, pero nos besábamos una y otra vez, con café
de por medio en ocasiones.
Pasamos juntos
cuarenta y siete años, no sé quien dejó a quien, pero fue lo mejor, para mí al
menos. Sentía que me consumía el oxígeno y no tenía fuerzas. Una noche le dije
adiós, lo aplasté en una baldosa cualquiera. Él sigue, en boca de muchos. Lo
deseo igual que antes, pero no, me mataría. Cuando miro su estela saliendo de
boca de otros, desvío los ojos y le hablo por dentro. Con palabras obvias lo
saludo, ¡Chau pucho!
No hay comentarios:
Publicar un comentario