Tenía diez gatos
siameses, de distintas nacionalidades, algunos indocumentados y otros con
pasaporte. China, Japón, Polonia, Bolivia, Países desconocidos.
Una noche me
levanté a tomar agua y el juego francés enano, que formaba un círculo en el jardín
de invierno, con sillas materas de más de cien años, estaban ocupadas por un
gato en cada silla, departiendo con seis gatos de la calle.
Volví a dormir,
con sigilo, para no sacar de su eje al grupete. Mi casa tiene ratas en el
entretecho. Para ellos era un manjar prohibido, por ser un lugar inaccesible y
la velocidad que tomaban cuando salían.
Creo recordar
que fue en septiembre. Me senté a desayunar té verde, lo único que quedaba en
la casa. En medio del círculo, para festejar la llegada de la primavera,
percibí que comenzaron a rodearme, buscando mimos, rozaban mi cuerpo, algunos
apoyaban sus hocicos fríos en manos y mejillas, los de la calle, con
aprendizajes de ese lugar, mordisqueaban mis tobillos. No pude creer lo que
veía y sentía que me arrancaban la piel con voracidad. Colocaban en todos los
rincones pedazos de mí, para atraer ratones. Pude agarrar el celu y llamar a
mis vecinos. Cuando llegaron, ya no hablaba. Llamaron a la policía y pidieron
una ambulancia. La policía dijo no poder denunciar que encontraron un ojo y les
dieron miedo los gatos que me usaron de carnada, para atraer las ratas.
La ambulancia
sacó una inmensa camilla, donde depositaron un ojo, dos dedos y una oreja, con
ella escuché que harían lo posible.

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