domingo, 16 de septiembre de 2018

LA SUERTE DE LA FEA



   Desde los catorce le llevaba relatos, cuentos, historias, versos. Mi sueño de escribir un libro, significaba que otros me leyeran y dijeran:            
  —Qué bien escribe esta chica.
   A dos cuadras de casa vivía el Señor Lacito, tenía una editorial llamada Vigilia, una casa antigua con olor a pis de gato.
   Debía pasar por Editorial Vigilia para comprar pan, si no tenía material iba rapidito y el Sr Lacito preguntaba: —¿Hoy no me trajiste nada para leer?
   Parecía un fantasma exigente. —Voy a la escuela, barro la vereda, tiendo las camas y cuido a mi hermano.
   —Escribí algo tonto que me dio vergüenza que Ud leyera, se nota que soy yo, no me gusta ser bibliográfica.
   Lacito me corrigió: —Se dice autobiográfica.
   Me puso nerviosa. —A mí los autos me disgustan, ni escribo auto. Cuando encuentre otro personaje que no sea yo, invento una historia y vengo.
   Era su primer reclamo, sentí que tenía que leerla, primero a mi Madre, después mi Padre y mi hermano sabio, si ellos aprobaban sin elogios parentales, ese mismo día lo llevaría. No emitieron opinión, sólo que fuera con tranquilidad.
   Siempre fui hermosa, por eso los chicos me valoraban, por el pelo, cara, cuerpo. Ninguno admiraba mi inteligencia, o los atributos interiores.
   —¿Vos me querés por mis pensamientos rápidos?
   Ellos contestaban: —Yo te quiero porque estás buenísima.
   Por eso mi dedicación a leer y escribir.
   Esa tarde caí a los del Sr Lacito, quedé sorprendida, había chicos, varones solamente, todos buenos mozos, tomaban whisky y me rodeaban como a un jarrón de la dinastía Chan-Kai-Sec. El Sr Lacito tenía rímel en las pestañas, rubor en las mejillas, un ligero tinte rojo en la boca, se había hecho extensiones y afeitó sus bigotes. Vestía un traje de pana bordó ajustado en la cintura y una altura mentida con plataformas ocultas, camisa escotada. Cuando pude escabullirme de los chicos, que decían: —¿Vos sos amiga de este marica?
   Pusieron música y Lacito los sacaba a bailar de a uno o dos, me miraban y alguno besó mi brazo, sin soltar a Lacito. La parálisis que se desarrolló ante mis ojos, me impedía salir, mas dos grandotes que me cerraban el paso. Le pegué un rodillazo en los huevos a cada uno. Huyendo con desesperación escuché: —Otra vez, conseguí una carnada de sí fácil.
   Lacito se puso de novio con una tal René, salían del brazo, muy orondos. Las orgías terminaron, la última humillación fue un encuentro con el editor. 
   —Sufro mucho, mi frustrada escritora, ahora que te veo más desarrollada, una flor de mujer, ¿no me podrás hacer de carnada, con otro tipo que tengo en vista? Te lo cambio por una publicación de un cuento tuyo, corto, en un diario de Ayacucho.  

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