Estoy cansada
pero me encontré con una historia, la escribo ahora por si en la noche olvido
todo. En la Secretaría de Trabajo había una cola de gente, preocupada por el dólar,
la inflación que el año entrante cesa. Aunque así fuera, los precios congelados
serían una burla si recibimos el mismo salario hasta finales del año. Suelo
participar de esos temas, para que el tiempo pase rápido. Esta vez no. Tuve a
mi lado un señor grande, con una boina vasca roja, unos ojos claros, celeste
Irlanda, mejillas lisas de bebé, una barba blanca prolija y bigotes sonrientes.
Nació y vivió en Vela, trabajó con su padre en la construcción, toda la vida. —Y
ahora hago una que otra cosita.
Cada tanto se
reía de sí mismo y lo que narraba. —Lo más lindo de Vela, es el Club donde se
baila tango, viernes, sábado y domingo.
El cura cerró la Capilla porque nadie le iba.
Todos preferían la milonga. Apareció una noche de domingo: —Dios me mandó aquí
porque él también lo baila y quiso que yo aprendiera.
Juancito Arispe,
amigote a la distancia, admiraba a mi mujer por sus cortes y quebradas y la
obediencia al mandato del hombre en cada pieza. Un día me preguntó con respeto:
—¿No me prestaría su mujer para bailar lo que viene, Don Mazola?
Ella aceptó
antes que yo. Les hicimos una ronda, quedó la pareja castigando el aire, con
palmada en el empeine y ella, sostenida por Arispe, resbalaba la derecha por el
piso hasta el final. Quebraba la cintura y le colgaba la cabeza, me guiñaba un
ojo.
Los aplausos
hacían saltar las ampollas de pintura de todas las paredes.
—Vení para acá,
Mazola, te entrego la maga que te elegiste y muchas gracias.
—Se hizo famosa
mi mujer, si viera. Andaba de batón y alpargatas en la diaria, pero al bailongo
iba de tacos altos y vestido negro con abertura discreta, una reina parecía, se
lo juro.
Cuando lo
llamaron de un escritorio, me dio la mano diciendo que a los ochenta y dos la
vida era más linda que a los veintiocho.
Yo no le podía
sacar los ojos de encima. Anoté “Mazola”, para escribir mi cuento. Después de
él, venía yo, no lo vi cuando se fue, le pregunté al empleado si le había
solucionado el problema al Sr Mazola. El chico me miró: —Ud es la primera
persona que atiendo.
No podía ser. —Mire,
joven, era un Señor grande, con boina roja, cara de irlandés…
—Dejamos acá,
que la fila es larga. ¿Me muestra sus papeles?
Me salí de
cuadro y lo busqué, tenía que encontrarlo, no se parecía a nadie, un único.
Viajé hasta Vela, que es un pueblo diluído, con pocas personas y toda gente
grande: —¿Mazola?, que yo sepa acá no hubo ninguno.
Fui al Registro
de las Personas y un viejito leyó en el bibliorato, si estaba el apellido. —No
hay ni hubo nadie.
Bueno, terminé
el cuento, Mazola fue una invención, se me hizo en la cabeza. No existen las
colas en la Secretaría de Trabajo. Estoy cansada, largo la birome. ¿O la dejo a
mano por si aparece Mazola?

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