Hoy es
septiembre, te escribo bajo nuestra pérgola que me recuerda tu cara. Tengo una
pollera que el viento la llena de hojas y luego ella las devuelve. Cuando el
aire se detiene te hace trampa, el viento vuelve y el pelo me tapa la cara.
Suena la campana de comer. No sabés lo que es tu madre, Johnny, parece un
bibelot. Tiene un sentido del humor casi argentino y me trata con un afecto que
no se usa en estos lares.
Camino un césped
suave como el terciopelo. Se escucha música de Brahms. Están todos alrededor de
la mesa y luego de un brindis convencional, se abalanzan sobre la comida.
Cuando esto ocurre pido perdón y me meto en el jardín. A los cinco minutos
Bibelot está a mi lado. Respetaba tanto mi silencio que un día la abracé como a
una madre. Johnny trabaja a veces tres meses seguidos. Me venía bien estar
sola. Salíamos con Bibelot quien tenía la compulsión de comprarme ropa de
señoritinga, hasta ella misma sabía que no la usaría.
Un día Bibelot
estaba en la cama y preguntó porqué esta vez no salía sola. Me entregó las
llaves del auto. Recorrí el predio, hice detenciones en montes de árboles,
arroyos de piedras. Johnny, nunca me mostraste esos lugares. Subí a una canoa,
remé hasta dormir. En el sueño pensé que si Bibelot se moría, todas sus
posesiones nos pertenecerían. Se me ocurrió que al destino había que darle una
ayuda. Desayuné con ella, en la cocina. Preparó unas tostadas y una puntilla de
su camisón rozó el fuego. Yo agarré un repasador, pero tarde, murió
carbonizada. Ocurrió algo extraño, las tostadas estaban impecables.

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