Vestía
indumentaria de diseño cara, bolsos traídos de Italia, sandalias que hablaban
de comodidades económicas. Él dejó sus estudios y era repositor en un
supermercado. Ahorraba todos los meses para tomar vacaciones en un lugar
desértico de mar azul profundo y vegetación protectora. Había un sólo hotel,
con caireles, tapices y habitaciones de techos de cristal, piscinas personales
con agua tibia o fría, cuya graduación percibía las temperaturas corporales.
Los cambios de agua eran constantes. Ella vivía en Milán y viajaba una vez por
año, los encuentros casuales se brindaban en la cama. —Voy a quitar las cremas
de mis bolsos.
—Te lo prohíbo,
el mar nos espera. ¿No escuchás que nos llama?
Ella obedecía,
lo imaginaba como un Emir exótico, caminaba cuatro pasos más atrás. —¿Y si
nadamos hasta el horizonte? Veo tu yate anclado, tiene la bandera de Arabia,
sugiero que tomes el lado derecho y yo el izquierdo, a ver quién llega primero.
Parecían una
sirena de Botticelli y un guerrero griego. Ella llegó y lo llamó y buscó, no
había llegado aún. El mar estaba calma chicha, tomó sol después de izar las
velas. Durmió tan profundo ese silencio, cuando las gotas cayeron, era él que
acarició la seda de su piel, casi despellejada.
Bajaron a la
explanada que daba a sus aposentos y guardaban su intimidad. Antes se dijeron
palabras, dichas por otros desde hacía siglo: “Te quiero para siempre”, “Vamos
a casarnos en soledad”, “Dame un beso jurado aquí, yo lo devuelvo allá”.
Entraron a la
suite. Ella corrió al baño, se escucharon gritos, como si alguien la estuviera
asesinando. —Sos un degenerado pijotero.-Le dijo a él, que ya estaba a su lado-
Ordinario, salvaje, mirá eso!
Y él miró, un
jabón usado, con un pelo pegado.

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