—¿Por qué esa
manía de hablar de vos mismo todo el tiempo? Aunque yo, que soy tu amigo, que
te quiero y te respeto, vengo a contarte mi derrota, hay pormenores que estoy
cansado de hablar conmigo mismo, y no es menuda mi desgracia, hay puntas filosas
que amenazan mi vida, e indiferencias que taladran la poca autoestima que me
queda. ¿Podés facilitar dinero a préstamo, parte de lo que debo a tantos?
Él, petulante,
desgarbado y de limpieza sospechosa: —Yo sólo tengo mis libros, mis poesías,
alguna prosa que hizo llorar a algún inteligente perdido en el acaso. Y eso
está adentro mío, es mi riqueza. Un don que no se mide en dinero, de eso no
tengo nada. Sólo un don pródigo e imposible de compartir, porque vive dentro
mío. Terminé mi copa y por lo que veo el vino se ha esfumado, como haré yo
ahora.
El hombre
derrotado mira su copa nublada y recuerda al amigo mal entrazado, jugando con
él al gallo ciego. Se decían cosas al oído, referidas a señoritingas,
disfrazadas de nobleza, casadas con hombres ignorantes de sus mujeres que
engañaban sin prudencia.
Tocan a la
puerta, debe ser el Cocinero, tendré que pedirle que se vaya, no tengo un
céntimo.
—¿Qué va a comer
el Señor?
Se contagió mi
hipocresía, no queda nada en la alacena.
—Ya que es tan
amable de venir a preguntar, le digo que con una daga me conformo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario