Rosarito cayó
tres veces en una cuadra, había encontrado formas para aterrizajes imprevistos.
Llegaba a las baldosas con el brazo izquierdo extendido y la pierna izquierda
flexionada. La derecha golpeaba la rodilla en la vereda, con la mano de ese
lado lo primero que agarraba eran los anteojos. Llevaba su tiempo, pero todavía
podía levantarse sola. La gente buena, comedida, la tomaban del torso y la
ponían de pie como una muñeca vieja. Detrás venía el coro: “¿Se siente bien,
señora?” “Aquí tiene la cartera.” “Le bajó la presión, tal vez.”
Y ella
respondía: —Muchas gracias, me pasa siempre, gracias.
El marido va
caminando a paso de tortuga y le pregunta: —¿Te pasó algo Rosarito?
Cuando nació el
primero, llegó tarde y preguntó: —¿Cómo, ya nació?
Con el segundo
recordó y él mismo la acompañó a la sala de partos, se desmayó enseguida,
después preguntó: —¿Cómo, ya nació?
Le propuso a
Rosarito, no tener más hijos. Cuando los chicos crecieron, se fueron a los
países más lejanos que encontraron.
Tomando mate debajo de la parra: —Rosarito,
deberíamos haber tenido más hijos, alguno se quedaría, además vos los parirías
sola, siempre te estaré agradecido.
Ella quedó
colgada de los primeros racimos. Las plantas no tienen partos ni sufren, crecen
lo más lindas.
—Rosarito, ¿qué
pensás?
Ella siguió mirando y contestó: —Nada, me
gustaría nacer de nuevo, como las uvas, todos los años, pero que a vos te
hubieran podado.

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