No sé por qué la
eché de mi piso, no quise que se difundiera. Sentía que las piernas crecían,
los brazos, el cuello. Duele crecer. Me olvidé de la mucama, nunca supe su
nombre. Llegué a golpear mi cabeza con el chuveiro del baño. Descubrí que todo
el cuerpo piensa, tiene recuerdos, proyectos. Los dedos de los pies, son
soledad sin palabras y yo nena. Cuando escribía hacía triple cruce de piernas,
llevaba tiempo, pero lograba desenroscarlas. Cuando llegué a cinco cruces,
abandoné, caminaba con los pies cruzados.
Se fue sola,
dijo que con mis brazos largos, podía abrir picaportes lejanos. Me tenía
envidia, encima, yo le mandaba trastos fuera de uso. Mejor, me daba asco el
olor a sirvienta y no quise pensar su pieza. Yo tenía todo mugriento, tantas telarañas
que mis largos brazos y piernas adelgazaban a medida que crecían si cruzaba el
comedor. Las telas me envolvían, caí al piso, no me podía levantar. Me arrastré
hasta su pieza, abrí, me sorprendió mis trastos relucían apilados por tamaño,
el piso blanco nieve, la cama parecía de hotel barato y limpio, los hay.
El acolchado
blanco, como los pisos. Había pintado las paredes de blanco, se iba a quedar la
negra de mierda, esperando mi muerte.
Eligió blanco
para contrastar su negritud. Yo no conocía esa parte de mi casa. El pensamiento
de mis piernas señaló que tanta inmovilidad permitía que ella durmiera en mi
pieza. Limpió todo y cuando fui una salchicha, me enroscó y me puso a hervir,
en la cacerola gigante del puchero. Al principio me quemaba, después me
acostumbré. Ella se sirvió de mí, dejó de ser sirvienta y me comió íntegra.

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