Expatriados de
Rulanda, negros violáceos, altos, dignos, Padre, Madre y dos Hijas. Trajeron
ropa de lino, es lo que pudieron. Tenían la propiedad de no portar ni una
arruga. Un conjunto por persona. El Padre llevaba un sombrero panamá y un
bastón con remate de plata.
Tomaba todas las
mañanas un café doble, en la parte soleada de la cafetería, el resto de los
parroquianos ocupaba un sector techado, con la mirada siempre dirigida al señor
del sombrero, que con educación, lo semilevantaba como saludo cotidiano. Con parsimonia regresaba a su casa, que tan lejos de las primeras sierras
quedaba, salía un humo de su cuerpo con gusto a rico. En el último trecho, ya
tenía los dedos asados. La más chica de sus hijas, corría a saludarlo. —Père,
¿trajiste algo para comer?, estamos con tanto hambre que nuestros estómagos han
comenzado a comerse a sí mismos, te siento rico olor, como en la casa de los
blancos, ¿me das un pedacito?
El negro casi
no sentía sus dedos. —Aquí tiene, mi chiquita.
Y se partió el
dedo meñique, la niña lo deglutió en segundos.
—¡Qué rico,
Papi! ¿No tendrás otro?
El Padre se
corrió bajo un árbol. —Sí, mirá acá tengo uno bien cocido, pero es para tu
hermana, hay que saber compartir.
Su mujer le
pidió su nariz, él contestó que no tendría dolor, estaba casi quemada, como le
gustaba a ella. Le echó una lágrima y su mujer la tomó en sus manos, masticando
con fruición. Se vendó las manos y la cara, empezando el rito del café doble.
Con su traje y su sombrero, disimulaba el estropicio. Se sentó en una mesa de
fuera, mientras el resto de los parroquianos evitaban mirarlo. Sentado en silla
de lata, salía humo de sus nalgas, cuando dejó de sentirlas, no esperó ni a
pedir su café. Salió con paso largo, llegó a su casa y le sorprendió la mesa
tendida para cuatro personas. La Madre pidió permiso y cortó los glúteos como
bifes. Él se reía y su autoestima lo recuperó como Padre proveedor. Le
sirvieron un bifecito a él que lo merecía. Comieron a mandíbula batiente con
ensalada de yuyos.
La Madre pensó
que no era justo y pasaba la mañana subiendo la sierra más alta, donde se munía
de macachines para acompañar su espalda asada, que hacía tiempo, dejó de
sentir.
Esta vez el
marido comió de pie, en la mesada de la cocina, vio cuán buena y útil era su
mujer. Una noche, marido y mujer, decidieron asarse por completo. Las chicas
tuvieron un banquete, hasta con achuras, riñón, hígado, mollejas, intestinos
gordos y delgados.
Ahora le tocaba
el turno a la más grande. Dedicaba sus siestas hasta llegar a la catarata,
donde se refrescaba, al atardecer volvía con rajas de carne, punto medio.
Su Hermanita,
era servida en una mesa enana, egoísta como casi todos los niños, comía las
rajas punto medio, no sentía culpa. De su Hermana no quedaba casi nada. La
querubina fue la última, comió tanto de sí misma, que explotó.
Un poblador
vecino, dijo que era una lástima que no hubieran decidido volver a Rulanda. El
Intendente del pueblo, ordenó un sepelio múltiple, le explicaron que no quedaba
nada. El sacerdote, dio una misa en francés, para cuatro. Dudaba si era pecado
moral.

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