El viaje se hizo
corto gracias a un señor con aspecto de peón de campo. Hacía dedo, nadie lo
levantaba. El sol caía perpendicular a su cabeza con boina, los cuarenta grados
no lo afectaban, vestía una camisa prístina y bombacha de campo recién planchada.
—Gracias por el
aventón, voy hasta Las Armas y luego a San Bernardo. Me pueden dejar donde
quieran, si es otro su destino.
Cuando subió al
auto se mezcló el olor de Agua Florida, con leche de ordeñe, tierra seca y mate
cocido. —A mí me gusta trabajar. Soy viejo y donde haiga trabajo, allí me
quedo. A los siete años ya era peón de albañil, vendí diarios, recolecté
zapallos, me fui a la Capital y manejé taxis una punta de años, son triste los
porteños, donde le subía uno alegre era una fiesta.
Tenía voz ronca
y la usaba como contando secretos.
Lo sentí como
una canción de cuna, me dormí. Andrés lo escuchaba, porque el tipo era un
personaje de libro.
—¿Sabe Don? lo
mejor y lo peor que me pasó fue enamorarme. Linda la china, usté viera. Fuimos
novios dos años y vio cómo son las mujeres, con perdón de la señora que duerme,
se desenamoró. Ella sí, pero yo la seguí queriendo. Largué el taxi, me fui de
Bs As cuando ya era todo puro edificio y basura. Volví a mi rancho y respiré
lindo. Lo arreglé todo mientras hacía quinta. Cada vez que necesitaba un
descanso la recordaba. Volvía a los tomates y las lechugas pa que se me fuera
el dolor del pecho, vió cómo es. Ahora voy para San Bernardo, tres meses me
quedo, tres.
Quedó callado el
hombre, hasta que le dije —Qué bueno, tiene tres meses de vacaciones.
Él pensaba, era
como si se fuera un ratito. Luego arremetía —Voy a trabajar, hace como veinte
años que vendo churros en la playa. Me conocen todos ya y al carro, que dice
bien grande “EL CHURRO ENAMORADO”, los churros que hago son perfetos, perdón
por mandarme la parte, salen escurridos, azucarados, hecho en aceite nuevo,
todo producto noble. A veces paro el carro y miro el mar, el horizonte, no
escucho a nadie ni aunque gritonee. Es ella, no me puedo olvidar. Ni quiero.
Nadie sabe por qué el nombre que elegí para mi carro, pero la gente me dice “el
churro enamorado”. Yo no me muevo, esas ausencias son para ella. Aquí me queda
bien.
Se bajó, nos dio
su mano callosa, junto con un “Que dios los proteja”. Nos miró partir, como si
algo de él hubiera quedado en el auto. Tenía razón.

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