jueves, 20 de diciembre de 2018

ILHA GRANDE



   La última vez que estuvieron juntos, fue en Abrahamcinho, una isla bella, aunque lo bello se diluye si uno pasa mucho tiempo viviendo en el mismo lugar. Él vivía en una casita fría y chica, la cama quedaba entre la cocina y la heladera. Ella sabía que era la última vez, se dio cuenta definitiva, cuando después de hacer el amor, él largó una carcajada, con sonido de salivazo. Resonancias en su cuerpo, que sintió ajado, las pieles sin la firmeza de la adolescencia. Sabía que él tenía una amiga y nunca lo dijo. Lo contó alguien conocido que peleaba por la misma presa, el conocido, con ironía, le decía “la Señora”.
   La mina tenía un hijo de catorce años. Ella hizo oídos sordos, no quería saber, nunca fue una relación sana, al principio sí, blanca y sincera. Las pieles se pegaban, los poros se abrían.
   En unos meses comenzó la perversión, siempre se sintió sola de él, pero sabía que su cabeza, era indiferente cuando más ella se acercaba. Parecía un fantasma y apenas le quedaron palabras para tomar un barco. Vio un sachet de leche vacío flotando en ese mar azul. “¿Cómo hay…?” Le dieron náuseas.
   Llegó al continente y tomó un avión a Buenos Aires. Su depto estaba como lo dejó hacía tres años. Gregoria, la portera, la quería como a una hija, lo mantuvo impecable.
   A la semana de su vacío casero, bajó a tomar un café y compró el diario. Salió en primera plana, hubo deslizamientos de tierra que bajaron de los morros más altos, dejando la isla, totalmente sepultada. No se hablaba de números de víctimas. Le resultó imposible llorar, se le instaló un dolor en el alma, que la consumía. Gregoria, la portera, la alimentaba.
   A los tres meses, en Nochebuena, sintió mareos y se recostó en una “rede”, apoyó sus manos en lo único que tenía volumen. Sintió pececitos, que le nadaban la panza y latían. Se llamó Abraham.

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