La última vez
que estuvieron juntos, fue en Abrahamcinho, una isla bella, aunque lo bello se
diluye si uno pasa mucho tiempo viviendo en el mismo lugar. Él vivía en una
casita fría y chica, la cama quedaba entre la cocina y la heladera. Ella sabía
que era la última vez, se dio cuenta definitiva, cuando después de hacer el
amor, él largó una carcajada, con sonido de salivazo. Resonancias en su cuerpo,
que sintió ajado, las pieles sin la firmeza de la adolescencia. Sabía que él
tenía una amiga y nunca lo dijo. Lo contó alguien conocido que peleaba por la
misma presa, el conocido, con ironía, le decía “la Señora”.
La mina tenía un
hijo de catorce años. Ella hizo oídos sordos, no quería saber, nunca fue una
relación sana, al principio sí, blanca y sincera. Las pieles se pegaban, los
poros se abrían.
En unos meses
comenzó la perversión, siempre se sintió sola de él, pero sabía que su cabeza,
era indiferente cuando más ella se acercaba. Parecía un fantasma y apenas le
quedaron palabras para tomar un barco. Vio un sachet de leche vacío flotando en
ese mar azul. “¿Cómo hay…?” Le dieron náuseas.
Llegó al
continente y tomó un avión a Buenos Aires. Su depto estaba como lo dejó hacía
tres años. Gregoria, la portera, la quería como a una hija, lo mantuvo
impecable.
A la semana de
su vacío casero, bajó a tomar un café y compró el diario. Salió en primera
plana, hubo deslizamientos de tierra que bajaron de los morros más altos,
dejando la isla, totalmente sepultada. No se hablaba de números de víctimas. Le
resultó imposible llorar, se le instaló un dolor en el alma, que la consumía.
Gregoria, la portera, la alimentaba.
A los tres
meses, en Nochebuena, sintió mareos y se recostó en una “rede”, apoyó sus manos
en lo único que tenía volumen. Sintió pececitos, que le nadaban la panza y
latían. Se llamó Abraham.

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