No me bañaba ni
me cambiaba el camisón, para sintetizar, la higiene dejó de ser un hábito, dejó
de ser. No tenía fuerzas y lloraba para no sufrir, si me detenía, me arrastraba
por el piso, hasta llegar al jardín y mirar las plantas desde abajo. Un vecino
y amigo, maravilloso, apareció caminando en cuatro patas y se acercó al sillón
verde, donde estaba acostada, seguro fue Andrew, que habló con preocupación
sobre mi estado. Gustavo, apoyado en cuatro patas, dijo —Mm…qué olor feíto que
tenés hoy, ¿por qué no te das un buen baño y cambiás de camisón? Pensá en una
ayuda, un buen psicólogo.
Hice todo lo que
me señaló y aparecí en su casa, a unos pasos de la mía. —Gus, ¿vos no me podés
pedir turno con un buen profesional?, si es hombre, mejor.
Al siguiente día
me llevó mi Papá, a la sesión correspondiente. Flavio, con su pipa inseparable,
un cuadro de Freud colgando a sus espaldas y dos cuadritos chicos, de los
relojes blandos de Dalí, por primera vez me reí por dentro.
Sus primeras palabras:
—Patricia, ¿por qué mandaste a pedir un turno y no llamaste vos?
Le dije que me
daba vergüenza. Le hablé de mi depresión morbosa, era estacional, más grande
que yo y me quitaba todo, hasta el placer de jugar con mi hijo de tres años y
la libido ausente.
—Decime qué hago, Flavio.
Me habló
directo, flecha. —Vos tenés treinta y ocho años, no sos ninguna nena, sos una
mujer. ¿Y si te preguntás qué podrías hacer vos, por vos?
Yo iba a seguir
hablando, pero vino el clásico:
—¿Lo dejamos acá?
Fue mi psicólogo
durante cinco años. Mi situación iba y venía. Un invierno de lluvia y frío,
llegué antes, me metí en la cocina, donde departía con sus colegas. —Flavio,
por favor me muero si no me atendés ya.
Me hizo pasar,
me senté en el borde del sillón.
—No puedo vivir, tengo miedo de suicidarme, en
mi flia todos murieron en accidentes de autos o suicidados. Yo no soy ellos,
entendés? Tengo adentro hecho trizas y estas lágrimas de mierda, que no paran,
y los mocos, como mi vida, que es un montón de mocos y astillas, que fueron un
todo y ahora no encuentro los pedazos para juntarlos y la soledad y la tristeza.
Mi cabeza tocaba
las rodillas y mi espalda era un signo de interrogación que dolía. Flavio se
levantó, se sentó a mi lado y me abrazó redondo, como mi Abuela.
Me hamacó diciendo: —Bueno…bueno.
Le dije yo, que
lo dejábamos acá.
—¿Te espera
alguien?
Estaban Andrew y
Simón abajo. —Sí, no te preocupes, una vez me dijiste que había que saber andar
entre las balas y es lo que estoy haciendo. Gracias.
Me sostenía volver
el miércoles, a las cinco de la tarde.

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