miércoles, 26 de diciembre de 2018

EL ABRAZO



   No me bañaba ni me cambiaba el camisón, para sintetizar, la higiene dejó de ser un hábito, dejó de ser. No tenía fuerzas y lloraba para no sufrir, si me detenía, me arrastraba por el piso, hasta llegar al jardín y mirar las plantas desde abajo. Un vecino y amigo, maravilloso, apareció caminando en cuatro patas y se acercó al sillón verde, donde estaba acostada, seguro fue Andrew, que habló con preocupación sobre mi estado. Gustavo, apoyado en cuatro patas, dijo —Mm…qué olor feíto que tenés hoy, ¿por qué no te das un buen baño y cambiás de camisón? Pensá en una ayuda, un buen psicólogo.
   Hice todo lo que me señaló y aparecí en su casa, a unos pasos de la mía. —Gus, ¿vos no me podés pedir turno con un buen profesional?, si es hombre, mejor.
   Al siguiente día me llevó mi Papá, a la sesión correspondiente. Flavio, con su pipa inseparable, un cuadro de Freud colgando a sus espaldas y dos cuadritos chicos, de los relojes blandos de Dalí, por primera vez me reí por dentro.
   Sus primeras palabras: —Patricia, ¿por qué mandaste a pedir un turno y no llamaste vos?
   Le dije que me daba vergüenza. Le hablé de mi depresión morbosa, era estacional, más grande que yo y me quitaba todo, hasta el placer de jugar con mi hijo de tres años y la libido ausente. 
—Decime qué hago, Flavio.
   Me habló directo, flecha. —Vos tenés treinta y ocho años, no sos ninguna nena, sos una mujer. ¿Y si te preguntás qué podrías hacer vos, por vos?
   Yo iba a seguir hablando, pero vino el clásico: 
—¿Lo dejamos acá?
   Fue mi psicólogo durante cinco años. Mi situación iba y venía. Un invierno de lluvia y frío, llegué antes, me metí en la cocina, donde departía con sus colegas. —Flavio, por favor me muero si no me atendés ya.
   Me hizo pasar, me senté en el borde del sillón. 
   —No puedo vivir, tengo miedo de suicidarme, en mi flia todos murieron en accidentes de autos o suicidados. Yo no soy ellos, entendés? Tengo adentro hecho trizas y estas lágrimas de mierda, que no paran, y los mocos, como mi vida, que es un montón de mocos y astillas, que fueron un todo y ahora no encuentro los pedazos para juntarlos y la soledad y la tristeza.
   Mi cabeza tocaba las rodillas y mi espalda era un signo de interrogación que dolía. Flavio se levantó, se sentó a mi lado y me abrazó redondo, como mi Abuela.
Me hamacó diciendo: —Bueno…bueno.
   Le dije yo, que lo dejábamos acá.
   —¿Te espera alguien?
   Estaban Andrew y Simón abajo. —Sí, no te preocupes, una vez me dijiste que había que saber andar entre las balas y es lo que estoy haciendo. Gracias.
   Me sostenía volver el miércoles, a las cinco de la tarde.  

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